viernes, 26 de agosto de 2011

El niño del año

Leí el libro en dos tramos largos. El primero después de la clase de Durkheim, con un fondo de normalidades y patologías. El segundo, tras la clase de Max Weber, un sujeto al que inventé, tal vez, más liberal, mas de izquierda y más individualista de lo que en realidad es. Es imposible que las lecturas no se mezclen y el libro de Franco Rinaldi, El niño del Año, fue conversando con otros relatos, míos y ajenos, construyendo un mundo de palabrerías más o menos enredado.

Conozco a Franco Rinaldi desde hace mucho tiempo, no sé cuanto, y creo que alguna vez lo habré llamado franquito, cosa que me hace pedir disculpas de antemano y por las dudas. El libro empieza muy bien, la idea misma de un premio al niño del año y que se lo hayan dado a Franco, es una genialidad. La manera que el escritor encuentra para contarnos esa parte de su vida es natural y agradable. La narración fluye y se da ciertos lujos, cada tanto y como si no fuera del todo a propósito, nos hace detener para pensar un poco más en las cosas de siempre, en las dudas y en las certezas que cualquiera de nosotros tiene por el sólo hecho de despertarse a la mañana. La crónica, autobiográfica, elige circular por ondulaciones temporales que la aligeran y la hacen más interesante. Hay una creación del personaje que crece a medida que se avanza en el libro y también en la vida personal del autor. Sabemos de su zurda prodigiosa, de su afición por los aviones y las rubias de pechos grandes. Parece que le gusta el mar, pero más los aviones y la sensación extraña de no estar del todo en ningún lado mientras se está en el aire. El personaje se complejiza en tanto va tomando contacto con lo que los demás ven en él, como nos pasa a casi todos. La relación con personajes célebres, el animador Castro o la señora Legrand de Tinaire le da un brillito especial al anecdotario, pero es menor si se lo relaciona con lo que queda de la lectura. Un sabor a triunfo de la experiencia humana, una vanagloria de la genialidad del yo viene cuando se lee El niño del año. Se queda con nosotros y por un tiempito la sensación de que el vidrio y el metal pesan lo mismo, una sensación placentera de normalidad supera cualquier invocación a médicos, enfermeras o traumatos.

Como lector celebro que Rinaldi haya intentado buscar su propia voz literaria alejándose del elitismo invertido que hace a buena parte de las letras contemporáneas corretear en un juego bastante tonto para ver quién se parece más a un marginal. Rinaldi trata bien al español y eso se agradece. Cuanto putea, putea bien, cuando coge, coge, pero no anda por ahí exorcizando su creatividad con apelaciones falsamente populares.

Franco Rinaldi, El niño del año, Editorial Mondadori, Buenos Aires, 2011

miércoles, 24 de agosto de 2011

España, el Papa y el pragmatismo

Benedicto XVI, el Papa de los católicos, el Papa de mi fe, estuvo en España. En el cierre de sus actividades, ofició una ceremonia religiosa dedicada a los jóvenes, allí en Cuatro Vientos, cerca del aeropuerto. Una enorme cantidad de feligreses escuchó las palabras del Papa con la atención que se le brinda a quién tiene en su palabra una legitimidad y una autorización moral difícil de igualar.

Los principales diarios españoles, El País y El Mundo, reflejaron el acto religioso y se detuvieron en aquellas cuestiones que Benedicto XVI puso en relieve. Las recomendaciones papales hacia la juventud se centraron en dos o tres puntos importantes. Por un lado, advirtió que no se puede seguir a Jesús “por fuera de la Iglesia”, por otro lado alejó la posibilidad de dejarse seducir por una vida sin Dios y, lo que es más fuerte, lanzó una fuerte sentencia sobre la inutilidad de perseguir a Dios en solitario o hacerlo en forma libre.

Para alguien religioso, pero también liberal y pragmatista, las palabras de Benedicto resuenan con un eco complejo y contradictorio. Me pregunto cuál será el bien a resguardar bajo las advertencias del Papa en España. Se mezclan la voz del Papa con los textos deweyanos y la discusión sobre tomar lo religioso como un adjetivo o como un sustantivo. Desde el punto de vista del pragmatismo “lo religioso” denota un adjetivo que puede, o más bien debe, acompañar a la experiencia. La experiencia religiosa, en este caso, puede o no tener “una religión”, seguir sus rutinas y sus rigurosidades, pero en tanto se lo toma como una forma de la experiencia, esas arideces se diluyen hasta desaparecer. En un sentido extremo del pensamiento de Dewey, el sentido religioso no es distinto a otras formas de la experiencia y tiene, cuando existe, una relación directa con la vida colectiva. Las rutinizaciones religiosas están ligadas, por lo general, a un registro milagroso que requiere de la capacidad de “probar” o de “sentir” la presencia de Dios. Desde nuestro sitio pragmatista esa necesidad no existiría, toda vez que no necesitamos de ninguna “evidencia” para creer y la autorización proviene de un ideal más que de un hecho probado y particular.

El llamado de Benedicto a no buscar a Dios libremente convoca a un monismo religioso que, por fortuna, no agota las plurales posibilidades de la religiosidad. Fijan, eso sí y fuertemente, lo religioso en lo absoluto, lo total, volviendo la figura de Dios como el único plan de salvación, siempre y cuando se sigan las reglas. Nada hay de no religioso en el intento pluralista que William James explora en la octava lección de El Pragmatismo. En ese ensayo, el gran filósofo dibuja una posibilidad inquietante: No sabemos aún qué tipo de religiosidad será la más útil para nuestra experiencia colectiva y debemos posponer el dogmatismo. Muy probablemente un tipo de religiosidad de este registro no conmueva tanto a los espíritus deseosos de una severa asertividad más allá de lo humano y por eso mismo llame en su ayuda a mentes indulgentes.

miércoles, 17 de agosto de 2011

el catorce

No se puede ser otra cosa que breve en el análisis de las elecciones del 14.08, a la espera de reflexiones que necesitan de tiempo y de mayor espacio de debate. La cuestión numérica resulta tan concluyente que no deja lugar para otra cosa que para malabares argumentativos, de los que les gustan a los falsos profetas mediáticos o a los políticos negadores.

Sin ningún ánimo concluyente y a expensas de cierta precariedad hay, sin embargo, algunas cosas por decir, sobre todo para quienes no compartimos el universo oficialista. Las fuerzas que actuaron desde la oposición tuvieron una elección poco convincente, que no atrajo a la ciudadanía y que no generó esa corriente de confianza que se necesita para que las personas piensen en cambiar. Paradójicamente, las primera elecciones primarias, aquellas que supuestamente le devolvían al ciudadano la capacidad de optar y seleccionar sus liderazgos terminaron siendo, por imperio de la lógica irreductible del sistema de partidos, una aburrida confirmación presidencial y un territorio de disputas menores para la oposición. Queda si, casi para la anécdota dolorosa, la confirmación de la desaparición electoral de quién fuera probablemente el actor más dinámico de la argentina de los últimos años, Elisa Carrió, y queda la desaparición simbólica de lo que alguna vez significo la UCR como espacio institucional. Convertido en una suerte de colegio de señoritas mal administrado, el viejo partido no sabe qué hacer cuando se enfrenta a una ciudadanía a la que no le puede mentir sobre su glorioso pasado y a la que le tiene que hablar en tiempo presente. Del futuro, veremos.

El Frente Amplio Progresista hizo una elección que, en términos de números, aparece razonable y que, más por fortuna que por virtud, se vuelve interesante en tanto ninguna otra fuerza de las que hicieron de opositoras pudo sacarle demasiada ventaja. Cierto es que perdió en Santa Fe, que la elección en la provincia de Buenos Aires fue muy mala y que en la Ciudad de Buenos Aires, si bien razonable, la elección tampoco permite excesos de alegría, mucho menos en relación con la lista de diputados que vivió un corte de boleta destacable, por su porcentaje y por las características de la elección. Más allá de esto, el FAP logró mostrar que le fue mejor aún que sus propios números y quedó en un interesante lugar para crecer unos puntos hacia la elección de octubre. En distritos claves, como la Ciudad de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba las posibilidades de agregar votos en diputados son muy importantes.

Hasta aquí un análisis más bien árido, casi estepario. Quisiera, ahora, plantear una cuestión que me parece sugerente. Si se miran los grandes agregados de la elección nacional, más allá de comportamientos electorales locales o regionales –como el caso de Santa Fe y Cuyo más el sur cordobés- pareciera que la ciudadanía que no quiso votar al gobierno, no eligió opciones que se proponían como progresistas. Pareciera que la ciudadanía prefería incluso variantes del peronismo antes que a fuerzas autoproclamadas o de tradición progresistas. Esto puede sostenerse con los números de la elección en Ciudad de Buenos Aires, en la provincia, en Santa Fe (con matices) y en Córdoba.

Lejos de establecer hipótesis temerarias en relación con corrimientos del electorado, un punto aparece bastante nítido. Para una porción importante de la ciudadanía, el gobierno interpreta la esfera de demandas, deseos e intenciones del universo progresista. Esto demostraría, al mismo tiempo, lo ineficaz de los planteos sobre la verosimilitud de esa condición llevadas adelante por diversas fuerzas bajo distintas formas y consignas tales como “el verdadero progresismo” o “contra el progresismo trucho”. Una dimensión complementaria seguramente nos llevará a suponer que la ciudadanía no ha encontrado en los partidos o alianzas que comparten la familia centroizquierdista una opción que le genere la suficiente confianza.

Quizás el punto más interesante en este recorrido sea el de llegar a la conclusión acerca de la necesidad de abandonar las invocaciones sobreideologizadas para detenerse más en la generación de una proximidad de otro registro. Tal y como ha manifestado el Profesor de Privitellio, los electores parecen estar recurriendo cada vez más a un ejercicio soberano e independiente en cada uno de los momentos en que son llamados a decidir a través del voto. Se eligen personas, es cierto, pero también se elige a una persona determinada para un lugar determinado y en un momento determinado. Si esto es así, las fuerzas políticas debieran ser capaces de generar corrientes de opinión con contenido pero a la vez sostenerse sobre campañas (en sentido rortyano) eficaces, seductoras y queribles. Y eso es muy difícil si lo que más les interesa a las fuerzas es una suerte de compulsa interna para ver quién hace más izquierdismo.

Una fuerza reformista que no le tema al gobierno deberá tomar nota de las modificaciones en la subjetividad que van definiéndose en cada votación con mayor claridad. Deberá asumir que le habla a individuos y a no a colectivos fantasmáticos que aparecen bajo la forma de militantes, pueblo u organizaciones sociales. Tal vez la mejor narrativa del futuro suponga huir del progresismo y decidirse a una experimentación incierta y precaria, como los votos.

viernes, 12 de agosto de 2011

Gobernabilidad y conservadurismo

A los pragmatistas no nos interesa presumir de saber o conocer muchas cosas. De hecho, casi siempre, estamos más cerca de dejarnos sorprender por algún experimento que por certificar de algún modo un saber consagrado canónicamente. Dentro de las poquísimas cosas en las que creemos, hay una que viene a cuento. En el que es para mí su más maravilloso texto “Pragmatismo, una versión”, Richard Rorty trata, en su lección quinta, la idea de panrelacionismo. Esta noción, más allá de complejidades mayores relacionadas con la posibilidad de desmontar dualismos de naturaleza aristotélica, implica un modo de pensar sencillo y contundente. Las cosas son como son en virtud de la relación que mantienen con las demás cosas.

De llevar esta idea al lenguaje, y en particular a la plasticidad de las palabras, las relaciones entre las cosas no puede ser menos que política. La manera en que una palabra es seguida por otra y una idea se hace consecuente con otra es primero una relación epistemológica y luego y por consecuencia, se hace política. En ese camino, y sin distinguir entre partidos o fuerzas políticas, en nuestra democracia parece haberse consagrado una relación simétrica, equivalencial, entre gobernabilidad y conservadurismo.

¿Acaso puede ser tomado de otro modo el acuerdo entre Alfonsín y De Narvaez? En quienes lo diseñaron habrá circulado la antigua idea de la unidad nacional y al mismo tiempo el fantasma de la ingobernabilidad del radicalismo. La respuesta fue, en el sentido en el que quiero plantear el problema, clásica. Abandono del espacio más dinámico con el socialismo, el GEN y otras fuerzas y recostarse en una actitud que, dentro del ideario político argentino, denota gobernabilidad –correrse al conservadurismo-. En la versión alfonsinista, esto sugirió una suerte de vuelta de campana, de asunción de liderazgo, es decir, de peronización y conservadurización. El intento alfonsinista, eficaz o nó, resulta claro, le grita a la ciudadanía que puede gobernar porque es capaz de conservadurizarme todo lo que hace falta.

¿Cómo leer el encuentro entre Binner y Moyano? ¿Cómo leer incluso las opiniones que, como la de BEATRIZ SARLO en La Nación, reconocen la audacia del gesto santafecino? Binner, un claro miembro de la constelación progresista disfrazó de gestión institucional un acto de campaña con un destino simbólico ostensible. Binner, suizo circunspecto y administrador implacable, demostró que, si es necesario, reconoce el poder que tiene Moyano y es capaz de autorizarlo, aún cuando lleva en su lista de diputados en la provincia a Víctor De Genaro.

El gobierno, por su parte, y como nos tiene acostumbrado, exagera y lleva al límite la relación entre gobernabilidad y conservadurismo desde varios frentes. Los acuerdos con gobernadores feudales e intendentes tan pintorescos como corruptos y violentos son sólo una cara. La más descarnada, la más compleja también relación que plantea el gobierno entre gobernabilidad y conservadurismo es su marca sacrificial y su permanente apelación a la muerte. La gobernabilidad de Cristina Kirchner se matiza todo el tiempo con la fantasmática presencia de un hombre muerto sobre el que obstinadamente se proyecta una capacidad intacta por influir en los vivos. Casi no hay registro de un atavismo conservador más potente que la celebración de los muertos.

Si el problema se concentrara solamente en el sistema político, aún cuando grave, no lo sería tanto. El punto fuerte es que parece haberse sedimentado en la ciudadanía, en los argumentadores y formadores de opinión que para gobernar hay que “reconocer” que el sentido común es conservador. No es poco habitual escuchar de lúcidas voces el curioso apotegma “sin el peronismo no se puede gobernar” o el más barroco “el poder es de derecha”. No recuerdo cuando fue que este modelo se consolidó pero sí recuerdo que no hace mucho esto no era así. Las frases más bien tenían otro itinerario, más cercano a sostener que la búsqueda de legitimidad tiene que ver con la novedad y con el cambio.

Los espíritus estructuralistas muchas veces toman nuestras experiencias relacionales entre las palabras y la vida democrática como un gesto ingenuo. Los menos educados, lo creen un esteticismo sin valor que desconoce la verdadera naturaleza del poder. Lejos de pretender dar esa aburrida discusión, creo que encontrar las palabras que permitan desmontar la relación entre gobernabilidad y conservadurismo, sin caer en la totalidad agonal y el dramatismo es una tarea rica y necesaria. Habría que ver qué sucede si encontramos un grafismo, una manera de decir que desmonte la perversidad del conservadurismo. No sea cosa que estemos frente a una nueva oportunidad y la dejemos ir, como a casi todas. Eso sí que es un verdadero riesgo.

viernes, 5 de agosto de 2011

Amarillo

Una elección es, afortunadamente, mucho más que la distribución en bancas de la voluntad ciudadana. Alrededor de las elecciones se amuchan una cantidad de relatos, de palabras y acciones que enriquecen la experiencia. Las elecciones en la CABA, o más bien las reacciones que esta ha generado, dan espacio para pensar. Luego de advertir acerca de lo obvio, que el PRO obtuvo su ratificación con más votos que en la elección anterior, hay que decir que algunas de las maneras en que se trata la cuestión han revelado su insuficiencia. Insistir con que el macrismo se reduce a un ejercicio de globología amarilla sin política es de una simplificación aplastante. Pensar al PRO como a un conjunto de muchachos bien que se juntan a bailar tras ganar una elección o como a una continuación sin fisura del neoliberalismo de estilo menemista, demuestra, más que cualquier otra cosa, la estatura del análisis. Un paso más lejos, las observaciones más temerarias, aquellas que emparentan a Macri y su partido con el fascismo y hasta con el nazismo, revelan que muchos habitantes de la hipotética constelación izquierdista, por carecer de una sola idea, recurren a una simbología reconocible y odiable que los mantiene tranquilos y sosegados en su posición política.

El PRO es muchas cosas, sobre todo un mal gobierno, pero no es, como le encantaría que fuese al progresismo profesional, un ejercicio apolítico. El PRO hace muchos años que viene trabajando sobre la desilusión propuesta por los grandes partidos y sobre el fracaso administrativo y ético de las gestiones anteriores. Hace rato que el PRO camina el sur de la Ciudad en busca de la representación, tan compleja como certera, de los punteros del peronismo. También hace tiempo que se aprovecha de las sinuosas identidades y conductas de parte del radicalismo. Y también ha sabido generar algunos espacios de construcción de ideas, bajo la forma de fundaciones y equipo técnicos. Se ha dado también una política, artera, clientelar y populista para las elecciones en las villas. Hace demasiado tiempo que el PRO se aprovecha de las debilidades de sus adversarios, de su falta de ideas y de su falta de compromiso con la novedad. Se aprovecha el PRO de la mezquindad ruinosa del progresismo de la Ciudad y de su declinante manera de resolver los liderazgos.

El PRO, en la Ciudad de Buenos Aires, tiene una oposición, que se presume y se ve a si misma, se encanta a si misma, como progresista. Las más de las veces, como en las viejas cofradías barriales, los miembros de esa oposición, aún cuando estén en distintos partidos, se miran, cómplices, se guiñan el ojo –izquierdo- frente a las cosas que hacen los de PRO. En ese jueguito placentero, individual, mucha de la oposición oculta la responsabilidad que le cabe en que el PRO gobierne desde hace cuatro años y lo haga por cuatro más.

La actual oposición gobernó una década, hizo cosas buenas y otras no tanto, como cualquier gobierno, pero nunca, -este pareciera ser la primera ley en el decálogo no escrito de la progresía argentina- hizo una autocrítica seria, llevada a la práctica y concreta sobre su paso por el gobierno. Basta mirar los diarios de 2003 y buscar los personajes políticos de la ciudad, salvo lo que se murieron, están los mismos disputando los mismo lugares. Despojados del mínimo grado de responsabilidad política, personajes que formaron parte de un espacio político cuya inoperancia y corrupción cobró vidas de un modo tan absurdo como brutal, se colocan en el lugar de “armadores”, de privilegiados actores de una trama mal escrita y pésimamente rematada.

Otros, más enjundiosos, eligen posar de líderes populares, pasan de un lugarcito caliente a otro como para no perder temperatura y se aseguran que nadie les diga nada, no hay que lastimar la sensibilidad popular del luchador. La cultura, siempre de izquierda la cultura, acompaña, se asquea, se pone blasfema, dibuja mal, guiona peor, desafina hasta lastimar el tímpano. Pero eso sí, los unos y los otros del progrerío hacen fila para tomarse la temperatura espiritual. Cuando les llega su turno certifican haber hablado mal de la derecha, haber presentado este o aquel amparo, haberse opuesto a la iniciativa que profundizaba no sé qué cosa.

En la última elección el PRO obtuvo el 65% de los votos gracias a otra genialidad progresista. Si descansaran un poco, no estaría mal.

La política de la Ciudad de Buenos Aires está muy complicada y hacer esfuerzos para simplificar los análisis no parece un gran negocio. La oligarquización y la miopía de las dirigencias de los partidos del progrerío y la desaparición del radicalismo como fuerza que sostenía un ideario variado pero finalmente republicano y liberal no muestran demasiadas expectativas para el futuro.

Habrá que ver como se enhebran los esfuerzos para juntar a los mejores, es decir, a los que no se creen mejores que el resto. Habrá que juntar a los que quieren compartir una experiencia sin excluir de antemano y sin cerrar listas antes de empezar. Los que estén seguros que son mejores que los demás, que se vayan a dormir la siesta. Hay que discutir la política de la CABA en oposición a un macrismo que tiene un respaldo popular enorme y justificado. Deberemos ampliar mucho la mirada, discutir menos desde una posición moral y admitir que tenemos frente a nosotros una forma política. De lo contrario va a resultar difícil, y hasta frustrante.

martes, 2 de agosto de 2011

el kirchnerismo entre la épica y el pasado

Las elecciones en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, y en grado un tanto menor las de Santa Fe, han expuesto una de las tensiones que va a marcar la escena política de aquí en adelante y por bastante tiempo. El kirchnerismo tiene que resolver un problema ordinal. Cada vez que extrema el recurso de su relato particular, la política real le devuelve, como un espejo de los viejos parques de diversiones, una figura sin límites, sinuosa y desagradable. La manera que tiene para relacionarse con eso no mejora las cosas. Como un chico caprichoso –tal vez hay muchos chicos caprichosos involucrados- se obstina en instalarse en un sitio e insiste hasta obturar la participación de cualquier otra dimensión analítica.

La tozudez con la que el kirchnerismo plantea y replantea una épica redentorista y se coloca en un lugar de hipotética resistencia tiene como contraparte política su cada vez mayor dependencia de los sectores más conservadores del tradicionalismo pejotista. Mientras el kirchnerismo insiste, falsamente, en colocarse como un gladiador en medio de las adversidades que propone la derecha (?) y persiste en guardar el modelo, lo cierto es que depende, para su continuidad, de que le vaya bien a Scioli. El gobernador de la provincia de Buenos Aires no es precisamente un cruzado de los setenta, pero es quién tiene en su puño la continuidad del relato kirchnerista.

Este problema, algo así como la tensión entre necesidad y virtud en clave kirchnerista, recorre la política argentina y, según veo las cosas, será el organizador de los años que vienen. Como nos tiene acostumbrado históricamente el peronismo, lo más probable es que se involucre a toda la sociedad en el revuelo y que terminemos todos dentro del chiquero. No creo que algunos indicios de civilización se extiendan demasiado, más bien estoy tentado a pensar que extremarán los recursos hasta límites improbables. Mentarán la soga emancipatoria en la casa del ahorcado conservador y nos pedirán a todos que participemos del cónclave perverso.

Desde el punto de vista cultural, incluso intelectual, creo que para los que no formamos parte del universo oficial, el desafío reflexivo más importante es el de desmontar el discurso redentorista. Sería muy conveniente que pudiéramos imaginar un tono con el que discutir eficazmente la idea de que el kirchnerismo supone una épica resistente que se instala en el lugar del bien para luchar contra los que “verdaderamente” tienen el poder. El gobierno y sus argumentadores nos proponen, permanentemente, pensar la política como un todo agonal en el que se está del lado correcto o del incorrecto, pero en el que invariablemente, se lucha. La esencia de la política para el kirchnerismo es la lucha, y esa combate se libra, en su afiebrada narración, contra un poder que está en otro lado. Plantean las cosas como si un gobierno, un Estado, los sindicatos y el dinero no formaran parte de ese poder. Vulnera la inteligencia advertir los esfuerzos que realizan quienes hace ocho años están en el ejercicio del poder político para convencernos a todos de que el poder está, o bien en los medios, o en el campo, en las privatizadas o en los Estados Unidos. No hay nada más falso y perjudicial para la democracia que ese relato. La paradoja increíble es que el kirchnerismo propone siempre una vuelta al pasado, pero su narración redentora pone ese pasado en una década y sus necesidades políticas están en otra.

Desandar la imagen del resistente -figura militar por cierto- que pretende irradiar el kirchnerismo puede ser la principal tarea cultural de los años que vienen. Nada indica, desafortunadamente, que las prácticas actuales nos provean de una herramienta política eficaz, -ese es otro de los retos-, pero nada nos impide pensar, conversar y colaborar en la construcción de un relato democrático diferente.