jueves, 28 de noviembre de 2013

El nuevo espejismo

Esta nota salió publicada originalmente en la edición de Bastión Digital del 26 de noviembre de 2013

La primera vez que fui a Chaco fue en un auto oficial y con chofer. No es la mejor manera de relacionarse con las cosas, pero tampoco la peor. Lo primero que vi, apenas dejé atrás el puente que te trae desde Corrientes, fue un grupo de chiquitos aborígenes, casi desnudos, frente al calor insoportable del mediodía de Resistencia. Vendían unos arquitos y unas flechas, trabajados a la tradición toba, creo, a quien quisiera comprarlos. No tenían más de seis o siete años, y la escena, lejos del pintoresquismo o el respeto a una tradición cultural, fue la puerta de entrada a la situación social endémica de Chaco. Pobreza extrema, abuso estatal y supervivencia despiadada y cruel.

Esta semana volvió la presidente y realizó algunos cambios de personajes y de casilleros. El premio mayor se lo sacó el gobernador de Chaco, Jorge Milton Capitanich. En el acto de asunción de los nuevos funcionarios volvió la profundización del modelo, las gestualidades patéticas que simulan la comunicación entre el líder y el pueblo y los canticos liberacionistas.

Para los que quieran saber quién es Capitanich, la información abunda. Gobernante rico en una sociedad arrinconada contra la pobreza, liquidador del banco de Formosa, promotor de sueños compartidos, casado con Sandra Mendoza, creador del bogarcha y el boconcha, viajero compulsivo y un acomodaticio sin límite que puede ser funcionario de cualquiera.

Lo que no deja de sorprenderme es la reacción de una parte, demasiado grande, de la clase política profesional argentina frente a este nombramiento. Dejo expresa aquí la salvedad hacia quienes no lo hicieron, pero fueron tantos los que vieron en el arribo del gobernador de Chaco una señal positiva, que no es fácil dejarlo pasar.

Entiendo el cuidado institucional que es necesario para construir una sociedad política. Sin embargo, eso no debiera imposibilitar a los dirigentes de un mínimo acceso crítico y del reconocimiento acerca del tipo de gobierno que tienen enfrente. Escuchar que con estos cambios podría comenzar una etapa nueva, de diálogo y sin coacciones resulta ofensivo. Los llamados a la racionalidad presidencial tras la intervención, como si le hubiera transplantado una sensibilidad democrática que no tenía, son muestras de incompetencia política. Es el drama de una oposición que no logra, aún ganando elecciones, poner una agenda propia, hablar un idioma distinto y pensar un país diferente. Cómo no puede hacer eso, lo espera, cándidamente, del oficialismo.

Un paso más allá del optimismo zonzo, la escala de asombro encuentra un nuevo peldaño. Importantes dirigentes de la oposición, incluso algunos imaginables como presidenciales, rescataron en Capitanich la dimensión de la gestión. Último de los fetiches, definitivamente un refugio para la falta de conceptualización, la reivindicación de la gestión suple cualquier opinión o cualquier argumento. En este caso, la gestión que se pondera no es la de Medellín, es la de Chaco. En esa provincia, donde gestionó el nuevo jefe de gabinete, más de la mitad de su población está bajo la línea de pobreza y algo más de un cuarto ni puede pensar en cómo subsistir. Los medios son casi todos oficialistas y los periodistas que se animan a decir algo del gobernador, por mínimo que fuere, reciben una carta documento para rectificarse. ¿Cuál es la explicación para que se reivindique una gestión así? Un motivo puede ser la falta de talento político para plantear los problemas, otro, el exceso de celo frente a las pocas expectativas que la ciudadanía puede poner en ciertos cambios. En definitiva, pobreza intelectual y miedo.

Una declaración me llamo más la atención que el resto. El líder de los socialistas, Hermes Binner, dijo: “Capitanich sí sabe.” Detengámonos un minuto en esta frase. Capitanich sí sabe. En primer lugar, deja entrever que hay otro que no sabe. Podemos presumir que es el anterior jefe de gabinete. Es cierto que con levantarse temprano y cepillarse los dientes, Capitanich ya hará más cosas que Abal Medina en ese cargo. Pero de allí a mentar sabidurías hay un largo trecho.
Otra hipótesis, que considero más truculenta al tiempo que más cierta, es que el “Capitanich sí sabe” de Binner se trata de un código. De una referencia simbólica corporativa. Capitanich es uno de nosotros, dice Binner, y por eso sabe. Gobierna, horrible, pero gobierna y eso lo hace un compañero. Tiene los mismos problemas, sufre por las mismas demandas y vive dentro de un universo que, con algunas distancias, es común.

Esto no quiere decir que Binner no sea un opositor a Capitanich. Incluso nada dice sobre si es mejor como administrador o como político, pero lo que revela es una autoreferencialidad de la política que indica una lejanía con los que no forman parte de la cofradía que no puede menos que inquietar.

Una política nueva tiene que romper con esa lejanía sin comprar acríticamente el sonsonete de la proximidad. La democracia liberal necesita de la representación y esta es ficcional e imperfecta, pero mucho menos que la ficción del pueblo o de la voluntad general.

Hace tiempo, desde estas y otras páginas, sostengo que lo mejor que pueden hacer aquellos que insisten en ser nuestros representantes es contarnos qué tipo de sociedad quieren. No parece que estemos cerca de eso, pero podemos ir sacando conclusiones mirando qué dijo cada uno y cómo se posicionó frente a los cambios en el gabinete. Habrá que ir anotando los nombres de los que, lúcidamente, se mostraron escépticos. Así, podremos saber cuánto nos está acompañando cada uno frente a un gobierno que nos maltrata sistemáticamente, nos miente en la cara y se ríe de nosotros.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Argentina, entre el ñandú y el pecarí


Este artículo fue originalmente publicado por Bastión Digital el 25 de octubre de 2013

Mis problemas con la verosimilitud vienen de lejos. No creo que sea la materia de la política ni que su búsqueda garantice nada. No creo que haya nada por descubrir ni por develar. No creo que nadie, ni una sola persona, utilice la verosimilitud para tomar una decisión importante, menos en política. Si algo así existiera, el peronismo hubiera desaparecido hace rato.
Hablábamos de estas cosas cuando el siempre sensible Gustavo Magda (@gpmagda) me recordó, más bien me avisó, de la existencia de una película: un documental apócrifo, que Carlos Sorín filmó en 1986, La Era del Ñandú. En la película, un científico extravagante y misterioso, tal vez inexistente, produce una droga, a base de un derivado de la hipófisis del ñandú, que detiene el envejecimiento. Decide llamarla BIO K2. Gracias al ñandú, bicho nacional, las predicciones acerca del futuro no pueden ser mejores. La opinión pública, los artistas, los sociólogos y otros brujos se hacen cargo de consolidar las apetencias de gloria nacional. Nadie sabía bien de qué se trataba la BIO K2, sin embargo, todos tenían algo para decir. Para algunos era una baile exótico del este europeo, para otros una disciplina oriental y hasta había quien pensaba en partículas invisibles. Como marca la tradición, un argentino nunca dice, sencillamente, no sé. Desde afuera, como no toleraban ni nuestro talento ni nuestro éxito vinieron a molestarnos y a quitarnos el ñandú. Hubo disturbios callejeros, mercado negro y manifestaciones místicas hacia el laboratorio salvador. No falta la comisión pro Nobel al glorioso e ignoto descubridor. Pero todo era falso, claro.
No puedo quitarme algo de la cabeza. El Kirchnerismo encaja perfectamente en la idea de ese documental. El Dr. Kurtz –nótese lo involuntario del uso de la letra K- es tan falso como el kirchnerismo, y su droga, la BIO K2, resultó tan perjudicial como la retórica y la gramática populista.
Ya lo dijimos todo sobre el kirchnerismo. De hecho, estoy seguro que dijimos más de lo necesario, que adornamos lo que se explica perfectamente por el pillaje y el oportunismo con palabras impostadas y explicaciones sesudas. El kirchnerismo es, en términos de ideas, la nada misma. La gran eficacia del populismo – tal vez sea la del peronismo en general – reside, entre otro largo listado de cosas, en lograr interpretar mejor que nadie el sustrato autoritario que vive en buena parte de la sociedad argentina. El kirchnerismo no es un estado de excepción, ni un malentendido ni una trampa histórica. Es más bien el hecho maldito de nuestra escasez de virtudes cívicas, mezclado con una pizca de esa reverencia innegable que suele ganarse cualquier ocasión donde el éxito va de la mano de la falta de trabajo. El populismo es banal. No resuelve ni un solo problema real al mismo tiempo que genera una retórica ampulosa para dar la apariencia de estar trabajando 24 horas al día.
El actual gobierno, a pesar de su invocada inclinación a lo popular, no hizo nada para moderar lo que se presenta para nuestra democracia como un pasivo insoportable. Ya son cuatro las generaciones que no logran ni simbólica ni materialmente unir la vida personal y familiar con la idea del trabajo y la dignidad. El deterioro de la cultura ciudadana que esto implica se nota en la calle, en detalles pequeños, pero explota y hace daño en el temperamento general de nuestra democracia. Ya en 1994, en El Conflicto Social Moderno Ralf Dahrendorf advertía que la existencia de un grupo invisibilizado y sin acceso a participación política y a bienes materiales y culturales se constituía en un serio riesgo para la virtuosa continuidad democrática entendida desde un liberalismo igualitario. Para complementar este ejercicio de falta de reconocimiento explícito por parte del populismo, hay que leer el magnífico capítulo siete, sobre todo el final, que Gustavo Noriega escribió en su último libro, Progresismo, el octavo pasajero.
El kirchnerismo tiene, además, una marca difícil de igualar. No ha dejado una sola obra estructural importante luego de diez años de ejercicio del poder. Todos los gobiernos, los que nos gustan y los que no, dejan una obra, una estructura, un edificio, un sistema de comunicaciones, algo que puede pensarse como una suerte de legado estructural. El kirchnerismo carece de eso. Cuando nos preguntemos dentro de unos años ¿Qué obra dejó el kirchnerismo? ganará el silencio o la ficción.
En la película de Sorín, el éxtasis ciudadano por la posibilidad mágica del rejuvenecimiento es finalmente abandonado y reemplazado, luego de catorce días y catorce noches de tragedias naturales,  por un entusiasmo igual de fuerte, pero en esta ocasión por el Ula Ula. La era del ñandú le deja su lugar a la era del Ula-Ula. Entre los dos momentos mágicos, otros científicos hechiceros habían descubierto el sucedáneo, siempre nacional y popular, de la droga de Kurtz. Como salía del Pecarí, otro bicho nacional, lo llamaron Pecagerona.
No puedo evitar el juego de similitudes entre la farsa artística de Sorín y la farsa política del kirchnerismo. Es difícil, también, que ese juego no se extienda a la política en general. Suplantar un espectáculo por otro. Suceder un drama con otro. Abandonarse a la facilidad de lo banal. Algo de eso hay en la película de Sorín y algo de eso hay en la política Argentina. Es como exculpar a Alberto Fernandez o ilusionarse con Massa. Son magos falsos que hacen los mismos malos trucos que sufrimos hace décadas. No representan la cura de ninguna enfermedad y, mientras tanto, nuestros problemas siguen envejeciendo.

jueves, 7 de noviembre de 2013

El liberalismo como discurso posible


Este artículo fue publicado en el suplemento Enfoques del Diario La Nación el día 6 de octubre de 2013

Una mañana, el filósofo Richard Rorty descubrió en su auto –tal vez un poco más lujoso que el de la media de los profesores universitarios americanos- un letrero con la leyenda “Consecuencias del pragmatismo”. La humorada remitía al título de uno de sus libros más famosos y, al mismo tiempo, ironizaba sobre las ventajas económicas de haber escrito textos importantes de la tradición pragmatista.
Los profesores universitarios, con sus ideas y sus actos, producen consecuencias. Lo mismo   sucede con los gobiernos. Enumerar la totalidad de las consecuencias del kirchnerismo parece improbable y hasta innecesario. En lugar de eso, tal vez resulte más útil e interesante avanzar en una dirección más esperanzada.
La sociología, desde autores tan distintos como Wilfredo Pareto y Anthony Giddens, ha destacado como un fenómeno particular, como una suerte de producto, a las llamadas consecuencias no deseadas de la acción. Estas son un objeto de estudio en sí mismo y  sirven para mostrar que nunca las cosas son de una sola manera.
Sin advertirlo y sin quererlo, las formas típicas del gobierno han abierto algunos espacios que pueden utilizarse para pensar el después del kirchnerismo.
Una de las consecuencias no deseadas que lega el kirchnerismo es la posibilidad liberal. En el cuadro de ideas de la Argentina, el liberalismo ha sido sometido a tantas y tan malas tensiones que era, hasta hace bastante poco, una categoría inútil.
La polisemia propia del liberalismo reclama definiciones y pide algunas precarias tesis. Existe una tradición del liberalismo, la que pone en diálogo a las filosofías originales norteamericanas con la tradición contemporánea del continentalismo europeo, que puede ayudarnos a imaginar un porvenir distinto. Desde una idea particular de individualidad, contingente y necesariamente vinculada al mundo social, el liberalismo de este tipo está en condiciones de respetar la capacidad creadora de las personas a la vez que no se desentiende de un proyecto más amplio. Estas concepciones, propias del mundo de ideas americano, son fácilmente reconocibles en la obra pragmatista de John Dewey y de Richard Rorty. La síntesis rortyana dibuja con claridad las potencialidades políticas del pragmatismo: pensar siempre cómo evitar la crueldad de los poderosos. El liberalismo, entonces, lejos de la anatemización “por derecha”, es una forma política capaz de reconocerse en los más débiles sin tener la necesidad de terminar en una narrativa única, cerrada y conclusiva.
A diferencia de otras tendencias teóricas y prácticas, el liberalismo -al no tener que responder a un proyecto determinado, a una esencia o a un designio particular- abre puertas a la imaginación y es una vía de solución de problemas que la Argentina se obstina en no considerar con seriedad.
En este sentido, la agenda que plantea el futuro –algún día terminará la letanía de retraso que propone el populismo- se lleva mejor con el liberalismo que con cualquier otra tradición política. La razón de esta amistad es que el liberalismo, por carecer de un criterio único de verdad, está en mejores condiciones de interpretar la dinámica presente en la tensión generada entre la creación de subjetividad y los problemas surgidos de la vida pública. Propongo ejemplificar bajo la forma de una pregunta que plantea un problema que no tardará en aparecer: ¿Acaso existe alguna tradición mejor preparada que el liberalismo -por historia y por sensibilidad- para decir algo acerca de la relación entre la libertad individual y la indetenible y saludable extensión de Internet y de los medios sociales? Los cruces entre la vida pública y los avances tecnológicos van a marcar las agendas de las democracias en los años que vienen y se necesitará de un lenguaje y de una práctica en condiciones de interpretar estas tensiones y sacar de ellas procesos creativos.
Otro espacio que el populismo deja abierto a la posibilidad de experimentación liberal es el del lenguaje político. Los modos de hablar en la política Argentina son extremadamente arcaicos y sonrojarían al mismísimo Orwell en base a su previsibilidad y falta de belleza. Una mirada liberal puede reconsiderar la lógica de presentación de los problemas desde la modificación amplia del lenguaje. Es decir, renovar el léxico de lo político no para resolver los antiguos problemas sino para desmenuzarlos, hacerlos desaparecer y proponer otros en su reemplazo. En alguna medida, la capacidad liberal sería la de reemplazar el modo tradicional de narración política por un nuevo conjunto de metáforas.
Por imperio de la tozudez autocentrada del kirchnerismo, las ideas liberales han ido ganando terreno en las discusiones y aparecen ahora como una opción tan válida como otras. Aún cuando todavía quedan espacios muy marcados por prejuicios antiliberales, el mundo de ideas liberal se naturaliza como un discurso posible y, lo que es más, se le reconoce su potencia para una narrativa opositora a las formas populistas. La asimilación entre el liberalismo y la experiencia democrática empieza a mostrarse en el discurso público de un modo más natural y menos pudoroso.
Definitivamente, considerar la dimensión liberal propone un espacio de experimentación y aventura del que, afortunadamente, desconocemos su resultado. Lo que es posible imaginar es que saldrán ideas nuevas. Esta precariedad y la falta de certezas se constituyen en un verdadero ejercicio contrario al conservadurismo.
Estas huellas liberales no se encuentran fácilmente en nuestra  política de partidos. Más bien se escuchan motes más antiguos y severos, como el progresismo o incluso el desarrollismo. Pero aún así, la insistencia de la política argentina en negar la posibilidad de darse el espacio para discutir el liberalismo como forma experiencial de la democracia parece estar en retroceso. Ayudar a que esto suceda, se extienda y se llene de criterios estéticos, epistemológicos y políticos puede ser una interesante manera de ejercer nuestra participación en la gramática de la democracia.