lunes, 19 de septiembre de 2011

El Pragmatismo como actitud

Akira Kurosawa, en 1950, filmó una película que dio pie a discusiones epistemológicas. En Rashomon, el genial artista japonés presentó un crimen y sus interpretaciones como un ejercicio de hermenéutica humanística que logró adeptos y detractores. Dentro de las discusiones de claustro en Argentina había quienes acusaban a otros de “amigos de Rashomon”, intentando caracterizar a relativistas y pensadores plurales.

Afortunadamente, salvo algún fanático perdido y solitario, ya nadie se permite discutir sobre un hecho seguro, las cosas pueden verse de diferente modo. Sucede lo propio con lo político. Hay quienes optan por hacerlo desde posiciones esencialistas, cargadas de certezas y verosimilitudes, algunos otros desde posiciones estructuralistas o cercanas al institucionalismo más o menos sofisticado.

Para quienes pensamos en que lo político es, en definitiva, un aspecto del relacionamiento cultural entre las personas encontramos en el pragmatismo y en los trabajos de Richard Rorty un texto insustituible. Su obra, o más bien los itinerarios sugeridos dentro de ella, proponen una lectura muy atenta a los cambios que se perciben en las formas de la subjetividad y a la potencia política que estos cambios habilitan. Uno de los aspectos más interesantes de la lectura de Rorty es que propone una manera estimulante de relacionarse con la lectura, con los libros y con el conocimiento. La sugerencia rortyana es la de usar los textos para pensar y no para recitar. Fuera del canon y del dogma, lo escrito habilita un mundo de experimentación que es centro en el pragmatismo y que comienza con el abandono de cualquier pretensión totalizante.

Desde siempre he pensado en Rorty como el mejor escritor filosófico del siglo XX. No es mi interés en este caso desplegar un comentario sobre “el programa” rortyano y sobre la búsqueda de hacer conversar la tradición americana con el continentalismo europeo. Prefiero, tanto en lo epistémico como en lo político, pensar al pragmatismo como una actitud más que cómo una forma filosófica concreta o un método determinado. Estoy convencido que hacer esto puede colaborar en encontrar otra voz, otra cadencia, para decir de la política cosas nuevas.

Pensar  al  pragmatismo como actitud presenta tres rasgos predominantes. En primer lugar, el rechazo a las explicaciones cartesianas, en el segundo una posición antirepresentacionalista y, por último, un acceso crítico frente al esencialismo.

El anticartesianismo, definido en principio como una discusión frente a los dualismos simplificadores de raíz aristotélica, puede ser utilizado luego para recuperar la idea de naturaleza [equivocadamente contrapuesta a la idea de razón] y dotar al dialecto que usamos al hablar de política de una tonalidad particular. La supremacía moderna de “lo cultural” ha opacado hasta casi hacer desaparecer los elementos naturalistas que conviven con nuestra lógica de la experiencia. Este dialecto, en suma un léxico nuevo, permite habilitar nuevas preguntas que pueden promover nuevas respuestas, intentos de hablar de lo político sin decir siempre lo mismo.

El antirepresentalismo viene a discutir la noción de verdad. Sabemos con William James que la verdad se establece como una relación, como una verdadera función de enlace entre una experiencia pasada y otra experiencia futura. La verdad, en el Pragmatismo, no explica el pasado sino que anuncia lo que será, se propone, nos dice Bergson, romper la tendencia natural de la filosofía por querer que la verdad mire hacia atrás. Es cierto que bajo esta versión de la verdad todo se vuelve más precario y más inestable, pero no es menos cierto que abre posibilidades de experimentación. Acercarse a este concepto Jamesiano de la verdad le reclamó a Rorty desarrollar el concepto de contingencia en su versión más radical, probablemente el más disruptivo, el más inquietante [políticamente] de toda su obra.

El antiesencialismo presenta la posibilidad del pluralismo. Desde el punto de vista ético y político permite escapar de la trampa de una metafísica del dolor  y enseña a pensar en la supremacía de la democracia sobre la filosofía. El antiesencialismo de Rorty podría ser entendido como la sugerencia de la interpretación en todas sus formas. Al no existir una “condición humana”, “de clase”, o “nacional”, lo que queda es reinterpretar todo el tiempo nuestro valor en la historia y nuestra experiencia en la política. Hay un paso más que aparece aquí casi como ineludible, el reconocimiento de la dimensión liberal de la democracia. Según la concepción de Judith Sklar, el liberalismo exhibe una forma política ocupada en disminuir los quantum de crueldad que los poderosos arrojan sobre los débiles.

El pragmatismo como actitud debe, entonces, empezar por el reconocimiento radical de la contingencia como contraparte filosófica y práctica de lo que se entiende como el  sentido histórico. Esto se encuentra sostenido sobre dos pilares. Por un lado la idea de Hans George Gadamer según la cual siempre valdrá la pena contemplar la posibilidad de que el otro pueda tener razón y por el otro la necesidad de estar en condiciones de asumir la radicalidad de nuestra propia contingencia. Al decir del propio Rorty, la contingencia del yo aceptando la precariedad de nuestras posiciones filosóficas.
La actitud pragmática se continúa al construir una relación no esencialista con la verdad, entendiendo la condición dinámica, fluida, del yo frente a concepciones estáticas que impactan en las perspectivas acerca de la verdad.
Y termina, el pragmatismo como actitud, con un fuerte compromiso liberal con la democracia. Liberal en el sentido antes desarrollado de Rorty y liberal en el sentido británico, de libertad política, tan bien trabajado en “La democracia providencial” por Dominique Schnapper.  La actitud pragmatista tiene, además, un costado religioso. No en camino de “tener una religión” del modo clásico, litúrgico, sino más bien en el registro propuesto por Dewey, en relación con el “sentido religioso” Poseer este temperamento religioso supone tener una lealtad incondicional a un ideal surgido de la emoción. Así tratado, el sentido religioso puede expresarse en el arte, en las ciencias, en la política, en lo que pensamos de nuestros países y en la relación que tejemos frente el sufrimiento ajeno.

Hace falta una última consideración práctica sobre la idea de actitud pragmatista. Esta requiere ineludiblemente de una relación experiencial en franco contacto con la reforma social y supone un compromiso con la formulación de novedades institucionales (en su más amplio sentido) que permitan pensar en la ampliación de la vida democrática.
Los puntos de contacto de lo que intenté describir como actitud pragmática con la sabida y compartida crítica [posmoderna] sobre la aplicación de los metarelatos y sobre las narraciones de la totalidad, no llegan a hacernos perder de vista que una sociedad, su organización social y política y sus encuadres simbólicos, se objetivan, se materializan bajo la forma de una narración que es distinta a la Historia, distinta a la Sociología y distinta a la Filosofía. Y es aquí donde intentaré utilizar al pragmatismo como una actitud para poder pensar el conflicto político en general y, particularmente la forma que éste asume en la Argentina.
Desde donde veo las cosas existe, en la Argentina, una relación estéril entre la narración y la memoria definiendo una suerte de memorística de la fatalidad que tiñe el discurso político. El desarrollo de este vínculo entre narración y memoria termina constituyendo una serie de categorías políticas conservadoras. Nostalgia, revancha y conservadurismo podrían convivir en el intento de explicación sobre la dificultad democrática argentina por resolver problemas, por avanzar en acuerdos y por postular políticas de estado.
Ni desde la ciencia política, ni desde la sociología, ni mucho menos desde la filosofía política es conveniente opacar la capacidad constructiva del conflicto. La actitud pragmatista propone estrechar los lazos entre ese conflicto y la emotividad que le da vida y existencia. Una vez que no le concedemos al conservadurismo desconocer el conflicto y que no queremos admitir un tratamiento nostálgico, se abre una dimensión posible para ligar el conflicto con la emotividad. Los lectores saben que no es sencillo cifrar una suerte de teoría pragmatista del conflicto. Podemos, incluso, estar de acuerdo en que no es necesaria, pero la verdad es que el problema subsiste y se vuelve sobre nosotros reclamando que tomemos parte de la conversación. Intentemos trabajar este punto manteniendo la actitud pragmática. Lo haré recuperando la discusión alrededor de los antagonismos que mantuvo Dewey con Jane Addams una noche en la Hull House, ese magnífica espacio de intervención pública que Addams creó en Chicago junto a Ellen Gates Starr. En esa discusión, en apariencia abstracta, reside toda una posibilidad de reinscribir el conflicto en un conflicto diferente.
Dewey, todavía moderno y hegeliano a la vez, sostenía la condición, sino irreductible, al menos vigorosa, de las diferencias de clase y de los antagonismos más o menos terminales entre formas institucionales. Addams, anclada en su cristianismo humanista, en cambio, creía que estos antagonismos eran irreales, que mostraban “simplemente la inyección de actitudes y reacciones personales” demorando la comprensión del significado de la acción y la conducta humana. El impacto de esta conversación en la interpretación filosófica de Dewey fue intenso. Lo llevó, tras una noche de reflexiones impetuosas con él mismo, a entender de los dichos de Addams, una reformulación de la dialéctica según la cual la unidad ya no debería ser percibida como la conciliación de los opuestos, sino que sería de utilidad percibir a los opuestos como la unidad en su crecimiento. Esto tiene derivaciones prácticas ineludiblemente pragmatistas si se entiende que los intereses que son necesarios de guardar siempre son los intereses mutuos y no los particulares, aún en el planteo de un conflicto, por fuerte que éste fuese. Y esto lleva a una radicalización de la dimensión liberal de la democracia, pero a la vez, en términos filosóficos estrictos, nos permite escapar de la referencia metafórica de la existencia de una “arriba” y un “abajo”, tan frecuentes en el léxico ortodoxo de la política. Una consecuencia aún más radical es la posibilidad de explorar la negación, gracias a esta unidad de los opuestos, de la supremacía discursiva entre reformistas y reformados, es decir, entre los sujetos políticos que son protagonistas de un proceso de reforma.
Borges, ya había sostenido, y sin implicación política aparente, una condición crítica similar frente a la dialéctica, valorando la forma poética. Esta negación de la dialéctica, con las presencias doradas de Dewey y Borges, sirven a mi propósito de pensar al conflicto. como una consagración de la pluralidad e imaginarlo reclamar un léxico nuevo. Colaborativa, esta nueva forma de hablar bien puede ser la de una poética política recursiva, zigzagueante, rica y plena de extravagancias.
Una idea del conflicto en democracia como la que presento admite una complementariedad conceptual y política muy fuerte con el concepto de campañas desarrollado por Rorty en “Pragmatismo y Política”. Rorty entiende las campañas como “algo finito, algo que podemos reconocer que hemos tenido éxito o en lo que, hasta ahora hemos fracasado” resaltando el contraste que presenta frente a la política de “movimientos” . La política de movimientos (y Argentina se precia, casi se vanagloria, de articular su política mediante movimientos) se caracteriza principalmente por su desprecio al reformismo y por una política de enunciación que reclama unanimidad y que supone a los cambios como completos y totales. Una política de movimientos impide ver  si las cosas se han hecho bien o mal y apela con ominosa insistencia a posiciones metafísicas, totalizantes y esencialistas.

En la política Argentina, todo se presenta bajo una pátina cargada de lo que Kierkegaard llamó “pasión de infinito”. Los movimientos políticos argentinos son siempre fundacionales, siempre inaugurales, aún aquellos que nada duran o que tienen a la intrascendencia como su único adjetivo calificativo. Aún las llamadas grandes tragedias argentinas son descriptas como ejercicios monumentales que requieren de categorizaciones terminales, imperialismo, clase media, nacionalismo, peronismo, o poder militar, para citar sólo algunos.

¿Qué tiene para decir el liberalismo de izquierda en tanto forma política del Pragmatismo filosófico?
Es vital, para la filosofía en tanto política cultural colaborar en la presentización del otro, cooperar en construir instituciones y debates que faciliten el reconocimiento del ejercicio de la crueldad. Es necesario hacer emerger, en clave democrática y en forma vigorosa el conflicto [dibujado con formas actitudinales pragmatistas] por la igualdad en todas la amplitud que permita la experiencia social. Para hacer esto es necesario reformular la relación existente entre lo político, sus enunciados y fundamentos legítimos, los colectivos sociales (de trabajadores en sentido amplísimo) y los pensadores. Hacer esto supone además, en el caso argentino, encarar la reescritura del viejo dilema intelectuales-trabajadores [ciudadanos] para expresarlo en una clave absolutamente distintiva. La relación entre las formas intelectuales (entendidas no el sentido de claustro universitario sino más bien expresando un registro reflexivo) y los colectivos sociales, sugiero, es uno de los puntos más fuertes que merecen ser trabajado a favor de problematizar la tensión entre Libertad e Igualdad en la Argentina. Esta relación, tan vieja como extendida por el mundo, ha adquirido en el escenario argentino la forma del equívoco y de la farsa, o bien proponiéndose desde tópicos marxistas rancios e infructuosos o bien vinculándose interesadamente en ejercicios de corte populista. Estoy convencido que una lectura atenta, prudente e imaginativa de la literatura Rortyana puede ayudar en recrear la posibilidad de conjunción entre pensadores, artistas y escritores con colectivos sociales para volverla virtuosa. Esta relación, alumbrada por la certeza en que las ideas tienen consecuencias, debe llevarse adelante bajo una clara vocación proyectiva, en donde la cualidad conflictivamente instituyente de pensadores y políticos esté dada por el pluralismo democrático y la implicación emotiva con la esperanza de un país que no es sólo tragedia y fatalidad.
Pensar desde el pragmatismo y desde el liberalismo en la Argentina es admitir una condición marginal, un habitar en los bordes mismos de la filosofía y de la política. Tener actitud pragmática supone colocar la biografía personal sobre esa situación limítrofe y hacerlo con satisfacción, gozosamente, abiertos a experimentar. Y es justo decir, con Rorty, que nada de lo que está escrito en este ensayo puede ser tomado como otra cosa que como una sugerencia, como un modo de llamar la atención sobre ciertos temas hablando un lenguaje filosófico determinado. Los límites son también puertas. Quiero cerrar citando a Milan Kundera en “El arte de la Novela”. El escritor checo dice por allí que no es malo habitar estos límites que describo. Lo que nunca hay que olvidar es que Dios ríe cuando nos ve pensar.

domingo, 11 de septiembre de 2011

La autopista del sur frente al kirchnerismo


En una nota publicada el miércoles 7 de setiembre en Clarín y titulada “Rutas posibles para el radicalismo”, Andrés Malamud esbozó algunos caminos posibles para la UCR a la vista de las elecciones que pasaron y las que pasarán. Lejos de intentar involucrarme en cuestiones relacionadas con el destino de la UCR y lejos también de instalarme en la discusión desde el costado de la Ciencia Política, me gustaría puntear alguna opción complementaria y alternativa.
La nota de Malamud señala, con justeza, argumentos que me son bastante familiares –me reúno muy seguido con mis amigos radicales- y que tienen que ver con que el desarrollo territorial y el apiñamiento de intendentes convertirán a ese partido en una segura segunda fuerza. Las bancas en diputados y senadores son otro de los argumentos favoritos para adornar un esquema de análisis que me parece insuficiente.
Matematizar con exageración, sin matizar políticamente, y contar de a uno, intendentes, diputados y senadores sin distinguir ni sus maneras de ver el mundo y el país ni los acuerdos que le permitieron llegar adonde están, resulta, al menos, un rasgo temerario. Contar dentro de un mismo coro a personas que entonan tan distinto puede llevar a una desafinación insoportable. Recargar la mirada institucionalista y pensar la política por fuera de sus rutinas y sus prácticas concretas puede hacer que se perciba un sujeto que es en realidad inexistente y, lo que es peor, que se deposite en él una cierta expectativa.
Los cambios políticos son antes cambios culturales. Si no hay un tempo cultural que busque otra cosa, la política no logra reflejarlo. El ejemplo del surgimiento esperanzador de La Alianza está allí para darnos una mano. Por lo tanto, la construcción de una verdadera fuerza de oposición no puede buscarse en el álgebra sino que tiene que responder a un entorno cultural. En el caso de la UCR específicamente, la suma de todos sus funcionarios no convierte al partido en un genuino esquema opositor. Básicamente porque las personas no creen que la UCR cumpla ese papel lo suficientemente bien como para generar una alternativa.
Probablemente, los caminos que puedan seguirse para la construcción de una genuina marca opositora sean otros. Me permito sugerir que no es posible centrarse en un solo partido si se trata de convocar a más personas y a más espacios sociales para construir una alternativa a un gobierno que, más allá de lo que pensemos, está dando respuestas a colectivos importantes y variados.
Un solo partido no puede expresar –es casi una canallada someterlo a semejante tensión- la complejidad de lo social y de la construcción de las identidades políticas individuales que marcan nuestros días. Esta vastedad de elementos que concurren a definir la elección de una persona no puede contenerse en el ideario de un solo partido. El peronismo, casi animalmente, lo entiende y lo resuelve  de modo endógeno. Hace años que no podemos saber qué cosa es el peronismo, quién lo tiene y quién lo define. Y no podemos hacerlo porque básicamente no existe, en su multiplicación ha perdido existencia concreta –metafísica pura- para construirse como una maquinaria simbólica que lo representa todo y gana elecciones.
A semejante aparato de convencimiento grupal no se le puede oponer una cuantificación irresoluta e informe. Es querer saltar sin poder antes caminar. Hace falta un mayor esfuerzo de imaginación, un mejor aporte de los intérpretes políticos centrales de la oposición para poder construir una institución lo suficientemente pluralista como para poder llamarnos a todos. La historia, la memoria y la tradición no alcanzan para poder esperanzar a las personas que aman la libertad. Crear un escenario en el que el kirchnerismo se vea desafiado requiere de más de un partido, de más de una idea y de más de una palabra.
Otra cuestión me inquieta del buen artículo de Malamud. Le supone verosimilitud a un esquema de oposición basándose en la hipótesis de una crisis que deberá de ser administrada por el gobierno. Esta manera de ver las cosas, que en otras oportunidades toma la forma argumental del péndulo que se aleja o acerca de las posiciones particulares, puede contener, inadvertidamente, una trampa. Y si no sucede que aparece esa crisis? Y, si en el caso de aparecer es bien resuelta por el gobierno?
Tal vez es tiempo de construir sin esperar al desastre y sin apelar a su fuerza redentora. Tal vez es tiempo de convocar porque somos mejores y no sólo porque no hay otra cosa.

sábado, 3 de septiembre de 2011

La boleta única y la individualidad


Espasmos. Gestos y manotazos. Esa es la manera en que se instalan los temas en la política de la patria. Pueden ser cosas buenas o malas, pero eso nunca define en última instancia. Una semana tomó a los diputados votar las leyes Blumberg de seguridad, semanas hablando de la reforma política, días enteros sobre presupuestos, cambios de legislación penal. Los temas se suceden, y las maneras son casi siempre las mismas. Para bien o para mal, gana el espontaneísmo que niega cualquier ejercicio sistemático de pensamiento.
A veces para el lado del bien y a veces para el del mal, las cosas aparecen, explotan, se quedan o se van. El último grito de la moda, en lo que refiere a institucionalismos, es la boleta única. Protagonista en Santa Fe y en menor medida en Córdoba se ha instalado como una suerte de paraíso democrático en el que se puede resolver casi todo. Se ha escrito mucho sobre las bondades y sobre los problemas que tiene la boleta única y no vale la pena repetir argumentos, salvo, tal vez, dejar sentada la posición favorable. Pero mi posición favorable no responde a cuestiones de registro institucional, no tiene que ver con que existen menores riesgos de falta de boletas o que agiliza el sistema de escrutinio.
La mayor virtud que tiene la boleta única no reside en la dimensión institucional sino que se resuelve en una directa apelación a la subjetividad individual. Este sistema de votación le devuelve a las personas una dosis de soberanía muy importante. Desde un punto de vista liberal, la devolución a la subjetividad de la capacidad de elegir es una gran noticia. La facilidad y hasta el estímulo que plantea la boleta única para que cada uno de nosotros pueda elegir en cada oportunidad y para cada categoría a quien pensamos puede hacerlo mejor con es una virtud infinita que, creo, pasa inadvertida para los grandes partidos y para los analistas más convencionales. Los ciudadanos eligen a algunos para legislar y a otros para administrar. La misma subjetividad propone también una dimensión crítica frente a los partidos. Cada vez más se pone en relieve que los votantes eligen personas y no partidos. Un mismo partido puede en menos de quince días ir de un porcentaje irrisorio a una resonante victoria. La subjetividad se impone, entonces, también allí. Silenciosamente, las personas, si se les da la oportunidad, mandan mensajes a los partidos, y los resultados de los distritos donde la boleta única fue implementada lo deja realmente claro. Es un llamado de atención que las fuerzas políticas debieran anotar con prolijidad y no desestimar en ningún caso.
El equipo de los institucionalistas vulgares ya ha abierto el fuego en contra del sistema con argumentos estructuralistas. Algunos más sofisticados que otros, la idea central es que se promueve la fragmentación en el sistema de partidos y que eso pone en riesgo la gobernabilidad. Que la relación entre los ejecutivos y los legislativos se ven dificultadas por la falta de correspondencia entre un voto y otro. No soy tan temerario para pensar en que es mejor un sistema desarticulado e informe que un bonito sistema de partidos ordenado y racional. Pero convengamos que nuestra democracia no necesita de la boleta única para ser un verdadero descalabro.
Más allá de defender las versiones más sutiles de la boleta única, aquellas que distinguen entre categorías y lo hacen por color disponiendo de un casillero para optar por el voto en blanco, mi favoritismo responde a la posibilidad que este sistema habilita para valorizar la dimensión subjetiva del voto. Empezar a ver personas allí donde están, eso hace la boleta única y esa es una gran dimensión del relato del futuro.