La literatura está repleta de historias, malas
y buenas, de monstruos que se vuelven contra sus creadores. La política,
finalmente una de las formas de la literatura, regala cada tanto una
actualización del género, las más de las veces, envileciendo al creador al
mismo tiempo en que desaparece el monstruo.
Uno de los pilares discursivos del kirchnerismo
fue, durante un largo período de tiempo, que nunca iba a reprimir la protesta
social. La fábula kirchnerista navegó, hasta donde pudo, haciendo alarde de esta
conquista. El secreto, la ganancia para el gobierno, residía en que esto debía
verse como un avance en el sentido de los derechos del pueblo. “Cuando el pueblo se expresa, el gobierno
popular no reprime”, ahí la máxima populista.
Este haiku populista tiene un problema formal
insalvable. La pretensión del relato ficcional del kirchnerismo pretendió
inaugurar una doctrina de la relación entre el Estado y la utilización legítima
de la violencia. Incluso si no se tiene ganas de llegar demasiado lejos en la teoría,
lo mínimo para decir es que el discurso del gobierno se restaba a si mismo
capacidad de autoridad y, con ello, también soberanía.
Ahora saben los kirchneristas lo que siempre
supimos todos. No es posible suspender, por un acto de performatividad del
lenguaje, la imprescindible relación entre Estado y represión. Puede gustarnos
un poco más o un poco menos, pero la negación de esa relación terminará por
agigantar al monstruo.
Decir esto no es decir que todos los Estados,
por sólo serlo, deben prepararse para reprimir. Lo que sí implica,
necesariamente, es una discusión muy potente, muy vigorosamente democrática, de
los modos y las formas en que esta relación convive con la sociedad. No hay una
única manera de encarar el conflicto y no todo conflicto debe llevar a
instancias represivas, pero para llegar a esta forma es imprescindible no negar
una situación definicional, en términos teóricos y prácticos, de la experiencia
social.
Una de las maneras más interesantes de licuar
la violencia en esta relación es la de reformular el conflicto pensándolo en
otra clave. Se puede promover dejar que la confrontación deje paso a la
colaboración y percibir, en cada conflicto particular, de qué modo contemplar
primero los intereses de los más débiles. Al mismo tiempo, no es necesario
dejarse ganar por la sencillez del “alguien tiene que perder” y se puede pensar
en el crecimiento colectivo.
Una experiencia populista como la que vive
Argentina no puede llevar adelante una política de este tipo. No tiene la
sensibilidad ni el talento como para no dejarse ganar por el belicismo
discursivo que propone la creación de un enemigo cada vez que pierde el rumbo.
Habrá que ver qué sucede cuando otros monstruos
vayan despertando de su siestita ficcional.