sábado, 26 de abril de 2014

Los crisantemos coreanos

Me levanté temprano hoy, demasiado temprano entre la tos de Isabella y mi histórica imposibilidad de dormir más de un par de horas como la gente normal.
Leí los diarios y recomendé notas. Isabella se volvió a despertar y la volví a a dormir.
Me preparé unos mates. Transcribí el poema que tanto me había gustado ayer cuando lo leí, y no sabía qué hacer. Se me ocurrió ponerlo acá, que es donde están algunas de las cosas que más quiero. Disfrútenlo tranquilos, en silencio y en calma, creo que no hay mucho más.

Los crisantemos coreanos

acá en este jardín
son enormes y como margaritas
(¿por qué no? ¿no es el margaritón un crisantemo?),
arbustivos y de tallo grueso,
las hojas hacia arriba
apuntan al pedúnculo del que
surgen las flores en
forma de sol. Me encanta
este jardín en todos sus humores,
aun bajo su capa invernal
de yerba de sal, o ahora,
en octubre, cuando no queda
más que la mitad: aquí
una rosa, allí una mata
de acónitos. Esta mañana
uno de los perros mató
una lechuza. Bob vio
cuando pasó, trató de intervenir. El airedale
le partió el cuello y la dejo
ahí tirada. Ahora el ave
está enterrada junto a un
manzano. Ayer vimos desde la mesa
al búho, inmenso en el crepúsculo,
volando en círculos por encima del campo
con silenciosas alas de búho.
el primero que se haya
visto por aquí: ahora ya no está,
no es más que un sueño recordado.

Los perros ladran. En el estudio suena música
y Bob y Darragh pintan.
Yo garabateo en una
libretita en una mesa del jardín,
con una camisa demasiado gruesa
para el sol de mediados de octubre
hacia el que miran todos los
crisantemos coreanos. Tengo
al lado un libro soso,
un corazón de manzana, cigarrillos,
un cenicero. Detrás de mí florece
la ruda que le regalé a Bob.
Luz sobre las hojas,
tanto para ver, y
lo único que veo en realidad es ese
búho, su volumen perturbando
el crepúsculo. Pronto
voy a olvidarlo: ¿qué hay que no haya olvidado?
O que algún día no vaya a olvidar:
este jardín, la brisa
en calma, incluso
las palabras, crisantemos coreanos.


James Schuyler

Una ciudad blanca, ediciones Gog y Magog, Buenos Aires, 2012

martes, 22 de abril de 2014

Dos relatos, una sola mirada a la memoria

Hombrecito con hacha y otras situaciones breves - Liliana Porter - (Detalle)

Este artículo se publicó originalmente en el Suplemento Enfoques del diario La Nación el 20 de abril de 2014

La idea de la memoria, asociada con la verdad, la justicia y los derechos humanos, se ha convertido en un aspecto relevante desde el punto de vista político, sin distinguir entre partidos, organizaciones y formadores de opinión.

La memoria, convertida en un hecho moral, se ha instalado en el discurso político argentino y ha reclamado visibilidad argumentativa y actitudes hipotéticamente coherentes. El memorismo, casi  una moda intelectual, lo ha simplificado todo y terminó reduciendo un tema complejo a un conjunto de consignas más o menos vacías. El resultado de esa simplificación es que la memoria de la que habla la política argentina es la memoria colectiva.

Para devolverle densidad al tema, la primera operación intelectual que es necesario hacer es la de separar la memoria personal de la memoria colectiva. La primera de ellas es inevitable y la segunda es imposible.

La memoria individual es ineludible y creativa. Nadie puede optar por no recordar y, por lo general, de un mismo momento se tienen en cada visión particular, versiones distintas. Existe una brumosa sensación acerca de un episodio y luego la imaginación completa el cuadro entremezclando certezas y fantasías de modo azaroso y sin buscar más que una verosimilitud precaria y, fundamentalmente, útil para el momento de la conversación. La memoria individual está hecha de experiencias y, por lo tanto, es intransferible. Se puede ejercer la empatía, pero no se puede vivir lo mismo que otra persona.

Da igual que se trate de una escena feliz o de un momento dramático, no podemos transferir la experiencia y es por eso que la memoria personal es un proceso de individuación potente en la construcción de la subjetividad.
Por los mismos motivos, pero entendidos de modo inverso, la memoria colectiva es imposible, ontológicamente, por carecer de sujeto portador. No es posible armar con la suma de memorias individuales un esquema colectivo. Siempre, irremediablemente, se estará bajo la construcción de un grupo  que politiza la memoria para convertirla en un ejercicio de poder. Sin importar quién lo lleve adelante, este proceso se trata de un intento por controlar políticamente lo que es deseable pensar sobre la historia y sobre el pasado, pero también sobre el presente y el futuro.

El historiador alemán Reinhard Koselleck llamó a esto la administración del recuerdo. Un grupo, obstinándose en llevar adelante lo que es imposible, determina el modo de mirar los hechos del pasado e impone al resto de la sociedad sus cánones éticos, sus principios políticos y sus estándares enunciativos. De asumir esa opción, el agente administrador se compromete con un esquema paternalista, autoritario y escasamente democrático. En los pocos casos en los que este actor comprometido con una versión totalizante de la interpretación histórica no existe, las metáforas de creación se imponen a las de venganza y justicia.

Se ha escrito mucho sobre el uso político de la memoria por parte del kirchnerismo y sobre el abuso narrativo que supone esa fugitiva entelequia llamada vulgarmente el relato. Menos se ha escrito sobre las tentaciones que aparecen ahora que el gobierno parece tocar la retirada, para hacer lo mismo pero en una dirección aparentemente distinta. Bajo la forma de arrepentimientos, declaraciones y manifiestos está comenzando a gestarse, de modo incipiente pero con potencia simbólica, una suerte de necesidad de contar la otra historia, la que se opone al relato oficial populista, la que cuenta la verdadera naturaleza de lo que sucedió. Ambos grupos, los defensores del relato y sus contestadores, omiten una dificultad filosófica e histórica. Vincular la verdad con el desarrollo de hechos concretos de la historia no es deseable por sus consecuencias políticas, pero además, no es posible.
Tanto la verdad como la memoria son cosas vivas y las interpretaciones de los sujetos y de los grupos cambian con el tiempo y se relacionan con los intereses, lo que convierte a las narrativas de la historia en un escrito cambiante y plural.

Jugar con las mismas reglas

No aceptar esta condición de la memoria y querer presentar públicamente una versión verdadera frente a una falsa termina en una paradoja en la que todos se parecen más de lo que están dispuestos a admitir. La pretensión de verdad es análoga en un caso y otro y la falta de consideración sobre el resto de la sociedad es igual en los continuadores del relato y en sus contestadores. En lugar de poner la atención en la innecesaria sobrevida de una memoria colectiva, los opositores al populismo juegan el juego con las mismas reglas e idénticos objetivos. Es difícil encontrarle algún rédito a suplantar a una versión por otra para terminar atrapado en la misma telaraña de legitimaciones políticas.

En sociedades donde se han vivido situaciones de violencia política, la búsqueda moralista de una verdad ordenadora aparece bajo la forma de un exorcismo que es capaz de alejar las consecuencias de la maldad. Pero esta reducción ofrece más sombras que luces. En el sentido de la moralidad, sólo se puede tener razón. Nadie discutiría que matar, torturar y robar son cosas malas y reprobables, pero eso no nos hace avanzar ni un solo centímetro. Retomando a Koselleck, el juicio moral siempre tiene razón, pero es políticamente inútil.

Muy posiblemente las escasas diferencias y la falta de matices que se advierten en la Argentina en el tratamiento de este tema encuentren su explicación en dos marcas indelebles en la matriz política argentina: su inclinación al colectivismo y su antiliberalismo. Por desolador que resulte, hay que decir que el tema de la memoria y sus sucedáneos es tratado de un modo muy poco diferenciado entre los políticos profesionales y el mundo de las ideas. Hay excepciones personales, pero no alcanzan para torcer la tendencia  simplificadora.

La memoria colectiva funda a la nostalgia como categoría política y nos ancla en el pasado. Una manera de abrir paso a metáforas creativas es tomar el camino liberal y dejar a cada uno de nosotros trabajar individualmente sobre nuestra experiencia con el pasado. Ampliar la conversación democrática y desplegar mundos de vida imaginativos puede comenzar por la deliberada renuncia a repolitizar la memoria para no restarle posibilidades al futuro.