Política siempre va a haber. Si se la piensa
como un juego en el que grupos, corporaciones, poderosos y débiles definen el
territorio en el cual desplegar sus conflictos y donde hacer valer su poder
localizado y episódico, política siempre va a haber. Desde un punto de vista
institucional, desde un lugar en donde las rutinas se cumplen y donde algún
tipo de reglas del juego son mínimamente compartidas, la política, tal vez,
viva para siempre. Pero si la preocupación avanza un poco más y se encuentra
con la democracia, el tema se convierte en algo más complejo. La democracia, además
de todas las dimensiones que conforman lo político, implica también una forma
de experiencia. Para pervivir, la democracia necesita de su propia condición
crítica y de su propia reformulación permanente y creativa. Es por eso que la
gran diferencia entre la política y la democracia reside en el valor de las
palabras. Es mediante las palabras que las ideas se montan sobre lo concreto y
se convierten en una acción que puede cambiar las cosas e inventar escenarios. El
territorio de la democracia es la palabra. Sin darle espacio a las palabras, la
democracia pierde plaza, se debilita y languidece hasta la desaparición.
Creo que esta puede ser una buena manera de
entender la pequeñez de nuestra democracia. Por estos lugares las palabras no
tienen ningún valor, no sirven para cambiar nada. Así de sencillo. Los
argumentos, las buenas razones, la poesía, una idea novedosa, cede siempre su
potencia frente a la banalidad de los egos magnificados de los intérpretes
centrales de nuestra vida política y frente a la dimensión agonal de lo
político. Esta debilidad en la relación con las palabras tiene mil caras. En
Argentina no hay el debate presidencial. Lo que resulta lógico y razonable en
una democracia estabilizada en nuestro país es imposible. Hay una suerte de
compartida tontería que toma la forma de la frase, “el que gana no discute”. Tampoco
hay palabras en el páramo discursivo de la oposición política al gobierno
kirchnerista. En campaña, los gritos, las alusiones milagreras y las torpezas
comunicativas son hijas de la desvalorización general de la palabra en la que cualquiera
puede decir lo que se le antoje porque la herramienta del mensaje es, de
partida, inválida.
Se puede haber sido kirchnerista hasta sólo
quince minutos y ahora ser opositor y se hace posible sostener el apoyo al
gobierno “por izquierda” en el mismo territorio que gobierna Scioli. Si la
palabra valiese aunque sea un céntimo, no sería posible decir que la pobreza es
igual a la del menemismo pero tampoco que el Estado no hizo nada en materia de
derechos humanos hasta que Kirchner dijo “proceda” en la bajadita del cuadro. Se
banaliza el mal, haciéndolo pasar por el bien.
El lamento es propio de personajes menores, de
miserables huidizos, miedosos y poco interesantes. Habrá que ver qué se hace
con las palabras que nos quedan, con aquellas que nuestra política no quiere
utilizar. Habrá que hilvanar a los que trabajan con las palabras, para crear el
léxico distintivo de la futura vida en común. Sin palabras no se puede generar
mundos.
Si hay algo sabido es que los mensajes
democráticos son claros, sencillos, no son ni verdaderos ni morales, pero son
entendibles, generosos y abiertos. ¿Cuánto podrá resistir una democracia en la
que las palabras no valen nada?