lunes, 26 de diciembre de 2011

Algunos futuros para el radicalismo


Entre las elecciones en la Argentina y en España pasaron menos de treinta días. En España, el panorama político tras la elección es muy duro para el PSOE, que perforó su piso electoral y tendrá que trabajar para restaurar su posición frente a la ciudadanía. Pero de ningún modo, el resultado de la elección puede ser visto como algo escandaloso o terriblemente trágico.
En Argentina, el oficialismo sacó una diferencia de 40 puntos a la oposición, quedó consagrado como una suerte de partido único con legitimación popular y las fuerzas opositoras, divididas y desperfiladas no alcanzaron, ni aún sumadas, acercarse a los votos del Kirchnerismo.

Frente a estos escenarios, desde el 20 de Noviembre -día de las elecciones españolas- hasta hoy, una docena de notas de opinión giran alrededor del PSOE, dando cuenta de la necesidad de reformas, proponiendo alternativas, imaginando posibilidades. Las escriben dirigentes del partido, pero también catedráticos independientes, periodistas, poetas y escritores. Existe el gusto y la necesidad por discutir la democracia, y se sabe que la vida de los partidos es cosa importante. La democracia tiene, en el debate público, presencia, ideas y palabras. En estos últimos días, un grupo del partido lanzó una interesante plataforma en la web, http://www.muchopsoeporhacer.com/ en la que se puede colaborar a pensar y discutir.

En Argentina, en cambio, se escribe mucho a favor y en contra del kirchnerismo, pero el papel de oposición, salvo en los casos que genera una noticia-por lo general impolítica o escandalosa- no es objeto de reflexión seria. En estos tiempos, con la perspectiva de un gobierno dotado de la legitimidad suficiente como para llevar adelante sus intenciones por la uniformidad, valdría la pena pensar e involucrarse más –aún ante la falta de incentivos- en la vida de los partidos de oposición.
En una serie de deliciosas notas escritas por Nicolás Wiñazki en Clarin, los lectores nos fuimos enterando de la forma en que iban a dirimir sus cuestiones en la UCR. Un partido que había quedado tercero en la elección, que venía de una fuerte conmoción derivada de la lógica de alianzas y que había visto diezmada su representación institucional en forma importante. En la convención partidaria, unos señores ya mayores, cercanos más al retiro que a la lucha y la ambición, se pecharon como en el barrio, se amagaron bravuconadas y todo terminó con el vuelo rasante de tortas de ricota. No parece una actitud a la altura del problema.

Pensemos un poco en el radicalismo, alejándonos de la urgencia. La Unión Cívica Radical plantea un caso sumamente complejo. El radicalismo –en lo que podría considerarse una rareza politológica inquietante- ha marcado que su destino sea el de una suerte de abandono de la representación. El partido radical parece haber elegido abandonar a los ciudadanos que veían en él un espacio de alternativa de poder, de reserva de ideas, de acciones y de legado. Con una obstinación innegable pero absurda desperdició una segunda oportunidad que la sociedad le otorgó sin casi haber hecho nada para merecerla. Distintas circunstancias hicieron que el afecto ciudadano sobre el radicalismo reviviera tras años de indiferencia. Por varios motivos, que encuentran claramente su punto más fuerte en la muerte de Raúl Alfonsín, pero también en el hartazgo frente a las lógicas confrontativas permanentes del gobierno, las personas volvieron a mirar lo que hacía la UCR y esta, sin saber qué hacer, no supo responder.
Algo así como la profundización del abandono como patología. Y esto es un problema, porque como entendemos con el caso español actuando como espejo, los problemas de un partido de representación popular, con extensión territorial y con capacidad de intervención en el debate público, son los problemas de la democracia. Y nuestra democracia es peor desde que el radicalismo decidió abandonar la representación popular que consiguió históricamente. Hay un claro empequeñecimiento de la democracia que acompaña la dilución afectiva del vínculo entre la sociedad y el radicalismo.

La democracia argentina no logra resolver el problema planteado por el abandono del radicalismo y es por eso que una y otra vez, la pregunta sobre el radicalismo vuelve, se re-presenta. Emerge de una manera bastante dolorosa.
La última versión de este problema es el supuesto giro a la derecha que supuso el acuerdo que Ricardo Alfonsín decidió articular con Francisco de Narváez para las elecciones del 24 de octubre. Más allá de los errores conceptuales escandalosos que sostuvieron esa decisión, la polémica tardó en llegar hasta que se contaron los votos. La UCR no tuvo el nervio democrático necesario para plantearse problemáticamente el hecho importantísimo de romper con una alianza anterior con fuerzas afines (que además había resultado bastante exitosa) y cerrar un acuerdo con una fracción del peronismo tan amorfa e incomprobable como conservadora. Más de 40 diputados nacionales, varios senadores, intendentes, concejales y dirigentes importantes no constituyeron el espacio crítico necesario para siquiera poner en discusión la alianza con el empresario.

Una vez comprobado el resultado de la torpeza intelectual que cobijó el acuerdo, empezó a hacerse en público lo que hasta el día anterior era corrillo en toda casa de dirigente o militante radical. El tema era, una y otra vez, el giro a la derecha.

Aquí es necesario detenerse un poco y mirar las decisiones del radicalismo en los últimos años. En el año 2007, es decir en las elecciones presidenciales inmediatamente anteriores, el radicalismo se dividió para apoyar a dos candidatos peronistas: Kirchner y Lavagna. En ese camino, dotó de legitimidad al modelo aportando nada menos que el vicepresidente. Es cierto que todo terminó mal, pero había empezado peor. Además, y el dato no es menor, el mismo personaje, tras el voto no positivo en la 125, se constituyó para los desorientados radicales en un actor de relevancia que suscitaba -sin mediar ningún tipo de justificación analítica o práctica- una esperanza. Podría decirse, sin asumir el riesgo de equivocarse demasiado, que las últimas opciones que tomó el radicalismo han estado marcadas por una condición desopilante, que parece más un escrito de ficción que un análisis político o un ensayo de interpretación.

Aún queda por discutir una cuestión de mayor relieve. Si el tema instalado en la discusión fuera el del giro a la derecha y la condición perdida de cierto progresismo radical, hay cosas para decir. La condición socialdemócrata y progresista del radicalismo es, ciertamente, una construcción mítica, un relato que se basa en la impronta temporal que la figura de Raúl Alfonsín y el destino histórico supo darle. Es cierto que la historia del radicalismo tiene marcas claramente progresistas, pero son eso, son marcas, profundas y destacables, pero nunca lo suficientemente potentes y duraderas como para conformar un ideario claro e ideológicamente definido. Partido aluvional, de captación policlasista y sin demasiados antecedentes intelectuales que le dieran fundamento ideológico, el radicalismo nació como un gran partido de base popular, pero no es posible pensarlo como un partido de izquierda o, al menos, progresista. Está claro que esta dimensión progresista es una persistencia, pero tiene más la forma de un deseo y de un trabajo que de una realidad indudable.

Esta discusión se da en un marco interesante. Tengo la sensación que una buena parte de los mejores hombres y mujeres que tiene la política argentina están hoy dentro de las estructuras del radicalismo. Hay una gran cantidad de personas con formación, con vocación pública, con ambiciones interesantes y proyectos imaginativos, pero si la estructura partidaria del radicalismo se obstina en mantener la actual presentación pública ninguna de estas potencialidades estará en condiciones de elevar la voz.

El radicalismo se encuentra en estos días, a los ojos de cualquier analista, atravesado por dos lógicas contrapuestas. Una de ellas es la que lo acerca a ser parte de un espacio de centroderecha, dotando al liderazgo creciente de Mauricio Macri de la extensión territorial, la capacidad institucional y los cuadros que el Jefe de Gobierno no tiene. Hasta dónde llegará la lógica conservadora de la UCR es una incógnita, pero la Ciudad de Buenos Aires puede ser un buen punto de mira.

¿Pero querrán acaso los jóvenes y no tanto que piensan en el radicalismo desde una dimensión más progresista inscribir sus biografías en ese itinerario político?

Otra opción, la recreación reformista, no está vedada ni epistemológica ni políticamente al radicalismo, pero tampoco está asegurada. Puede pasar, pero también puede no pasar. Una narrativa distinta, atenta a lo que sucede en la Argentina y en el mundo, moderna, imaginativa y creadora es posible siempre que se comprenda que no puede llevarse adelante con estos intérpretes cumpliendo roles estelares. Si los intérpretes del discurso de la UCR son los mismos de siempre, o peor aún, los mismos de antes, nadie podrá permitirse pensar en una reforma. No es posible que alguien vea un cambio en algo que permanece siempre igual. Si no emergen nuevas voces diciendo cosas nuevas y a los que escuchamos son a Morales, Moreau, Storani, Rozas, Alfonsín y demás, el destino del radicalismo es la desaparición. Y una desaparición con feo gusto, una desaparición por indiferencia. A ningún ciudadano bien nacido de este país le importará más lo que diga o haga el radicalismo.

Otro camino es el de realzar voces que lentamente pinten un temperamento diferente. Que se presenten a la sociedad como algo nuevo, imaginativo, con capacidad creadora y, a la vez, querible y confiable. Voces que prefieran hablar en otro dialecto, acercar a personas distintas y diversas que no expulsen sino que atraigan los deseos de discusión y debate. Es posible que de ese modo el radicalismo reviva algunos de los símbolos que lo han hecho, por mucho tiempo, una opción para la ciudadanía. Las posibilidades están, aún cuando los datos no permiten demasiado optimismo.

La falta de optimismo remite, sencillamente, a que los propietarios de las parcelas del partido y su manejo de las estructuras y de la cada vez más esmirriada dotación institucional conspiran fuertemente para el resurgimiento potente del radicalismo. Los administradores económicos impiden la emergencia de la política. Y de no haber ningún cambio, la pregunta a formularse será ¿Cuánto dura el símbolo?

En el marco de la política argentina de estos días, con un gobierno que tiene una vocación muy firme por la unanimidad, la actitud de reforma del radicalismo es imprescindible. Sería prudente comprender que sólo el peronismo –gracias a su enorme capacidad adaptativa- puede articular el gobierno desde una única fuerza política. La oposición reformista debe buscar su perfil –ese que reconoce las familias liberales y republicanas- y dejar al nacional-populismo hacer sus propias alianzas de gobernabilidad. Si algo distinguiría la actitud del radicalismo de hoy es el alejamiento de la endogamia y el reconocimiento de la necesidad de articular una fuerza política con otros que piensan, en los trazos gruesos, parecido o igual. La generación de una opción política frente a la uniformidad que propone el kirchnerismo es un deber de la esperanza política argentina

sábado, 19 de noviembre de 2011

Unas notas sobre la vieja tensión entre sindicalismo y política

En las últimas semanas me topé varias veces con una caracterización bastante curiosa. Curiosa porque estaba encarnada por personajes de muy dificultosa asimilación y curiosa por su extrema similitud. Desde Roberto Gargarella hasta analistas económicos y políticos cercanos a posiciones que pueden calificarse de republicanas coinciden en que el nudo del problema político se encuentra hoy en el campo sindical. Unos y otros acuden a una simplificación que termina tomando la forma de una similitud estilística. A falta de una definición mejor, todos hablan de “batalla”. Más allá de la exageración beligerante, la cuestión de fondo, me parece, promueve alguna discusión.

Como toda cosa política tiene una dimensión histórica. Sin ánimo de colocarme en el interior de una disciplina ajena, puede darnos una cierta pista recorrer los momentos de la historia en los que esta situación de superposición de poder entre sindicatos y política tuvo expresiones importantes. Tanto en el 46, como en los momentos de la llamada resistencia peronista, los radicalizados años 70 y el neoliberalismo de los noventa, esta disputa entre poder sindical y poder político se nos volvió evidente. En todos estos casos, aún en el reconocimiento de los matices, la resolución no pude ser de otro modo que política. Más allá de la capacidad relativa de impugnación que el campo sindical pudo tener en cada momento de la historia, las tensiones se resolvieron en el único terreno que puede hacerse, en el de la política.
Una de las tendencias más importantes que deja el kirchnerismo como marca cultural es el haberle impreso a la caracterización política, y me refiero a lo analítico y también a lo práctico, una unicidad agonal. La confrontación ínsita en toda construcción populista ha encontrado en mucha gente un espacio de comodidad y se ha instalado como la verdad número veintiuno de los textos sagrados peronistas. La política es su conflicto, parecen decir, y a partir de allí, donde se identifica el uno, emerge lo otro. Aún cuando aparezca hoy como un sedimento de la enunciación política, esto no es enteramente cierto ya que excluye del análisis de lo político como experiencia, a factores tan instituyentes como el diálogo, el acuerdo, la colaboración y, sobre todo la pedagogía y la creatividad.

Y aquí hay otro punto. Pensando lo sindical como el único campo de discusión política se corre el severo riesgo de empequeñecer la dimensión política. Lo sindical, remite, casi definicionalmente, a la expresión de un interés particularísimo y, por rutina, se despliega sobre posiciones, para decirlo de algún modo, “cerradas”. Estos elementos resultan casi opuestos a los que componen una experiencia de política democrática, en donde priman la deliberación, el pluralismo y la apertura. Casi podría decirse que los espacios sindical y político están hechos de materiales distintos y sus productos son también distintos. Mientras la política, por lo general, y casi por su propia rutina, hace visible lo social y genera, aún resultando fallida, una amplificación del discurso, lo sindical tiende a bajar esta amplificación y concentrarse en una cerrazón interesada y específica. Distinguir en el campo sindical el lugar de la tensión política, por tanto, puede inadvertidamente empequeñecer la vida política y de la democracia. Por un lado confundiendo conflicto con política y por el otro, otorgando a una práctica naturalmente cerrada sobre sí misma una dotación instituyente que difícilmente proponga.

No creo  que quienes identifican  de este modo la relación entre sindicatos y política lo hagan por falta de agudeza intelectual, todo lo contrario. Tal vez, una de las interpretaciones pueda estar ligada a la dificultad para desmontar la patética escena política argentina y sacudirse de la resignación. Muy probablemente, a falta de la presencia vital de una conversación democrática, sobreviene la resignación y se termina percibiendo política allí donde sólo hay conflicto.

Esto es mucho más un problema que un error. Muy probablemente, no sea otra cosa que esas cegueras temporales que aparecen en el camino, en las rutas, cuando el sol nos pega de frente. Tal vez la refulgente potencia del populismo, mezclada con la ausencia lacerante de creatividad en la oposición política, nos esté privando de la posibilidad de pensar la política como un espacio más de la creación autónoma de la interpretación.

viernes, 28 de octubre de 2011

Política habrá siempre, necesita de militantes, no de poetas

Política siempre va a haber. Si se la piensa como un juego en el que grupos, corporaciones, poderosos y débiles definen el territorio en el cual desplegar sus conflictos y donde hacer valer su poder localizado y episódico, política siempre va a haber. Desde un punto de vista institucional, desde un lugar en donde las rutinas se cumplen y donde algún tipo de reglas del juego son mínimamente compartidas, la política, tal vez, viva para siempre. Pero si la preocupación avanza un poco más y se encuentra con la democracia, el tema se convierte en algo más complejo. La democracia, además de todas las dimensiones que conforman lo político, implica también una forma de experiencia. Para pervivir, la democracia necesita de su propia condición crítica y de su propia reformulación permanente y creativa. Es por eso que la gran diferencia entre la política y la democracia reside en el valor de las palabras. Es mediante las palabras que las ideas se montan sobre lo concreto y se convierten en una acción que puede cambiar las cosas e inventar escenarios. El territorio de la democracia es la palabra. Sin darle espacio a las palabras, la democracia pierde plaza, se debilita y languidece hasta la desaparición.

Creo que esta puede ser una buena manera de entender la pequeñez de nuestra democracia. Por estos lugares las palabras no tienen ningún valor, no sirven para cambiar nada. Así de sencillo. Los argumentos, las buenas razones, la poesía, una idea novedosa, cede siempre su potencia frente a la banalidad de los egos magnificados de los intérpretes centrales de nuestra vida política y frente a la dimensión agonal de lo político. Esta debilidad en la relación con las palabras tiene mil caras. En Argentina no hay el debate presidencial. Lo que resulta lógico y razonable en una democracia estabilizada en nuestro país es imposible. Hay una suerte de compartida tontería que toma la forma de la frase, “el que gana no discute”. Tampoco hay palabras en el páramo discursivo de la oposición política al gobierno kirchnerista. En campaña, los gritos, las alusiones milagreras y las torpezas comunicativas son hijas de la desvalorización general de la palabra en la que cualquiera puede decir lo que se le antoje porque la herramienta del mensaje es, de partida, inválida.
Se puede haber sido kirchnerista hasta sólo quince minutos y ahora ser opositor y se hace posible sostener el apoyo al gobierno “por izquierda” en el mismo territorio que gobierna Scioli. Si la palabra valiese aunque sea un céntimo, no sería posible decir que la pobreza es igual a la del menemismo pero tampoco que el Estado no hizo nada en materia de derechos humanos hasta que Kirchner dijo “proceda” en la bajadita del cuadro. Se banaliza el mal, haciéndolo pasar por el bien.

El lamento es propio de personajes menores, de miserables huidizos, miedosos y poco interesantes. Habrá que ver qué se hace con las palabras que nos quedan, con aquellas que nuestra política no quiere utilizar. Habrá que hilvanar a los que trabajan con las palabras, para crear el léxico distintivo de la futura vida en común. Sin palabras no se puede generar mundos.
Si hay algo sabido es que los mensajes democráticos son claros, sencillos, no son ni verdaderos ni morales, pero son entendibles, generosos y abiertos. ¿Cuánto podrá resistir una democracia en la que las palabras no valen nada?

martes, 25 de octubre de 2011

Una linda charla en la CNN santafecina



Lunes, después del domingo de elecciones. Me llamó Gonzalo Fernandez y me puso al aire en el programa de Fabiana Suarez. Salió una muy linda charla. Aquí se las dejo, no es muy larga y la calidad del sonido es excelente.

viernes, 21 de octubre de 2011

Otra charla con Franco Rinaldi en Francotransmisor por radio UBA

Aquí le dejo el audio de la charla de esta semana con franco Rinaldi en su Chou radial. Hablamos un poco de todo, de política, de Moreno, de la Universidad y del  saber y el amor a conocer cosas nuevas. Son veintitantos minutos.

lunes, 3 de octubre de 2011

Charla sobre Laclau y el desprecio

Aquí está el audio de la entrevista que me hizo Franco Rinaldi en su excelente programa, Francotransmisor, en relación con mi artículo sobre la entrevista a Ernesto Laclau


domingo, 2 de octubre de 2011

El desprecio


Termino de leer la entrevista que el inexplicable diario Página12 le hace, como todos los años, a Ernesto Laclau. La sensación es ambigua. Por un lado, nada nuevo, las mismas torpezas conceptuales de siempre, revestidas de cierto coyunturismo que lo mantiene a salvo de las rigurosidades propias de una crítica teórica, y por el otro, el desparpajo político de saberse resguardado por el diario, por el gobierno y hasta por la patria intelectual.

En otras giras, el filósofo aseguró que lo que la Argentina necesitaba era más canal 7 y más Página12. Agradecidos, los directores del pasquín le mandaron a Ailin Bullentini a que le hiciera unos mimos que serían publicados en la prestigiosa edición dominical.
Laclau es un hombre astuto, no dice cualquier cosa en cualquier lugar. Cuando visita Estados Unidos como profesor invitado debate con Zizek, con Simon Critchley, habla de sus viejas glorias teóricas y dicta seminarios sobre análisis del discurso. Cuando viene a la Argentina, nos anuncia que, según él, “la oposición ha hecho un papel patético en el país durante los últimos dos años”. Luego de una afirmación tan reveladora, el Laclau “a la argentina” comienza a desgranar una serie de consideraciones políticas arriesgadas, casi temerarias.

Sostiene Laclau que el Kirchnerismo rompió la matriz histórica del peronismo. Luego que hay que rescatar la transversalidad pero “no desde arriba”, sino “de base”, como Sabatella. Se esperanza Laclau con “La Cámpora” y cree que puede representar cosas muy importantes en la política argentina de los próximos años. Sostiene Laclau que el gobernador santafecino Hermes Binner representa una “derecha decorosa” y arriesga, a modo de enloquecido futurista, que puede establecer una alianza con Mauricio Macri. Nos alerta, eso sí, que esa posibilidad aparece, por ahora, imposible. Inmediatamente, sostiene que Binner coquetea con Cristina y asegura que en el caso de no poder articularse por sus propios medios, la oposición debería ser diseñada por el propio kirchnerismo, ya que, como cualquiera sabe, en democracia, una oposición hay que tener. Como broche de oro, sostiene Laclau que Tomada, Rossi y Boudou son cuadros interesantes y que hay que modificar la constitución. La versión nacional y popular de Laclau termina con un implacable llamamiento a la reelección indefinida como registro particular de nuestra democracia.

Puestas todas en un párrafo parecen un exceso. Y ciertamente lo son, pero no sólo en el terreno de la teoría y de la política. Lo que queda de la lectura de las intervenciones políticas de Laclau es que desprecia profundamente a la Argentina. La maltrata cada vez que viene con postulaciones torpes, inescrupulosas y antidemocráticas que sostiene casi sin contraparte y con la seguridad de mezclar su autorización académica con ademanes de un barrabrava que sabe que no lo van a tocar porque tiene la debida protección. Causa realmente curiosidad ver cómo este desprecio encuentra tantos seguidores y aduladores y tan pocos espacios críticos.  

lunes, 19 de septiembre de 2011

El Pragmatismo como actitud

Akira Kurosawa, en 1950, filmó una película que dio pie a discusiones epistemológicas. En Rashomon, el genial artista japonés presentó un crimen y sus interpretaciones como un ejercicio de hermenéutica humanística que logró adeptos y detractores. Dentro de las discusiones de claustro en Argentina había quienes acusaban a otros de “amigos de Rashomon”, intentando caracterizar a relativistas y pensadores plurales.

Afortunadamente, salvo algún fanático perdido y solitario, ya nadie se permite discutir sobre un hecho seguro, las cosas pueden verse de diferente modo. Sucede lo propio con lo político. Hay quienes optan por hacerlo desde posiciones esencialistas, cargadas de certezas y verosimilitudes, algunos otros desde posiciones estructuralistas o cercanas al institucionalismo más o menos sofisticado.

Para quienes pensamos en que lo político es, en definitiva, un aspecto del relacionamiento cultural entre las personas encontramos en el pragmatismo y en los trabajos de Richard Rorty un texto insustituible. Su obra, o más bien los itinerarios sugeridos dentro de ella, proponen una lectura muy atenta a los cambios que se perciben en las formas de la subjetividad y a la potencia política que estos cambios habilitan. Uno de los aspectos más interesantes de la lectura de Rorty es que propone una manera estimulante de relacionarse con la lectura, con los libros y con el conocimiento. La sugerencia rortyana es la de usar los textos para pensar y no para recitar. Fuera del canon y del dogma, lo escrito habilita un mundo de experimentación que es centro en el pragmatismo y que comienza con el abandono de cualquier pretensión totalizante.

Desde siempre he pensado en Rorty como el mejor escritor filosófico del siglo XX. No es mi interés en este caso desplegar un comentario sobre “el programa” rortyano y sobre la búsqueda de hacer conversar la tradición americana con el continentalismo europeo. Prefiero, tanto en lo epistémico como en lo político, pensar al pragmatismo como una actitud más que cómo una forma filosófica concreta o un método determinado. Estoy convencido que hacer esto puede colaborar en encontrar otra voz, otra cadencia, para decir de la política cosas nuevas.

Pensar  al  pragmatismo como actitud presenta tres rasgos predominantes. En primer lugar, el rechazo a las explicaciones cartesianas, en el segundo una posición antirepresentacionalista y, por último, un acceso crítico frente al esencialismo.

El anticartesianismo, definido en principio como una discusión frente a los dualismos simplificadores de raíz aristotélica, puede ser utilizado luego para recuperar la idea de naturaleza [equivocadamente contrapuesta a la idea de razón] y dotar al dialecto que usamos al hablar de política de una tonalidad particular. La supremacía moderna de “lo cultural” ha opacado hasta casi hacer desaparecer los elementos naturalistas que conviven con nuestra lógica de la experiencia. Este dialecto, en suma un léxico nuevo, permite habilitar nuevas preguntas que pueden promover nuevas respuestas, intentos de hablar de lo político sin decir siempre lo mismo.

El antirepresentalismo viene a discutir la noción de verdad. Sabemos con William James que la verdad se establece como una relación, como una verdadera función de enlace entre una experiencia pasada y otra experiencia futura. La verdad, en el Pragmatismo, no explica el pasado sino que anuncia lo que será, se propone, nos dice Bergson, romper la tendencia natural de la filosofía por querer que la verdad mire hacia atrás. Es cierto que bajo esta versión de la verdad todo se vuelve más precario y más inestable, pero no es menos cierto que abre posibilidades de experimentación. Acercarse a este concepto Jamesiano de la verdad le reclamó a Rorty desarrollar el concepto de contingencia en su versión más radical, probablemente el más disruptivo, el más inquietante [políticamente] de toda su obra.

El antiesencialismo presenta la posibilidad del pluralismo. Desde el punto de vista ético y político permite escapar de la trampa de una metafísica del dolor  y enseña a pensar en la supremacía de la democracia sobre la filosofía. El antiesencialismo de Rorty podría ser entendido como la sugerencia de la interpretación en todas sus formas. Al no existir una “condición humana”, “de clase”, o “nacional”, lo que queda es reinterpretar todo el tiempo nuestro valor en la historia y nuestra experiencia en la política. Hay un paso más que aparece aquí casi como ineludible, el reconocimiento de la dimensión liberal de la democracia. Según la concepción de Judith Sklar, el liberalismo exhibe una forma política ocupada en disminuir los quantum de crueldad que los poderosos arrojan sobre los débiles.

El pragmatismo como actitud debe, entonces, empezar por el reconocimiento radical de la contingencia como contraparte filosófica y práctica de lo que se entiende como el  sentido histórico. Esto se encuentra sostenido sobre dos pilares. Por un lado la idea de Hans George Gadamer según la cual siempre valdrá la pena contemplar la posibilidad de que el otro pueda tener razón y por el otro la necesidad de estar en condiciones de asumir la radicalidad de nuestra propia contingencia. Al decir del propio Rorty, la contingencia del yo aceptando la precariedad de nuestras posiciones filosóficas.
La actitud pragmática se continúa al construir una relación no esencialista con la verdad, entendiendo la condición dinámica, fluida, del yo frente a concepciones estáticas que impactan en las perspectivas acerca de la verdad.
Y termina, el pragmatismo como actitud, con un fuerte compromiso liberal con la democracia. Liberal en el sentido antes desarrollado de Rorty y liberal en el sentido británico, de libertad política, tan bien trabajado en “La democracia providencial” por Dominique Schnapper.  La actitud pragmatista tiene, además, un costado religioso. No en camino de “tener una religión” del modo clásico, litúrgico, sino más bien en el registro propuesto por Dewey, en relación con el “sentido religioso” Poseer este temperamento religioso supone tener una lealtad incondicional a un ideal surgido de la emoción. Así tratado, el sentido religioso puede expresarse en el arte, en las ciencias, en la política, en lo que pensamos de nuestros países y en la relación que tejemos frente el sufrimiento ajeno.

Hace falta una última consideración práctica sobre la idea de actitud pragmatista. Esta requiere ineludiblemente de una relación experiencial en franco contacto con la reforma social y supone un compromiso con la formulación de novedades institucionales (en su más amplio sentido) que permitan pensar en la ampliación de la vida democrática.
Los puntos de contacto de lo que intenté describir como actitud pragmática con la sabida y compartida crítica [posmoderna] sobre la aplicación de los metarelatos y sobre las narraciones de la totalidad, no llegan a hacernos perder de vista que una sociedad, su organización social y política y sus encuadres simbólicos, se objetivan, se materializan bajo la forma de una narración que es distinta a la Historia, distinta a la Sociología y distinta a la Filosofía. Y es aquí donde intentaré utilizar al pragmatismo como una actitud para poder pensar el conflicto político en general y, particularmente la forma que éste asume en la Argentina.
Desde donde veo las cosas existe, en la Argentina, una relación estéril entre la narración y la memoria definiendo una suerte de memorística de la fatalidad que tiñe el discurso político. El desarrollo de este vínculo entre narración y memoria termina constituyendo una serie de categorías políticas conservadoras. Nostalgia, revancha y conservadurismo podrían convivir en el intento de explicación sobre la dificultad democrática argentina por resolver problemas, por avanzar en acuerdos y por postular políticas de estado.
Ni desde la ciencia política, ni desde la sociología, ni mucho menos desde la filosofía política es conveniente opacar la capacidad constructiva del conflicto. La actitud pragmatista propone estrechar los lazos entre ese conflicto y la emotividad que le da vida y existencia. Una vez que no le concedemos al conservadurismo desconocer el conflicto y que no queremos admitir un tratamiento nostálgico, se abre una dimensión posible para ligar el conflicto con la emotividad. Los lectores saben que no es sencillo cifrar una suerte de teoría pragmatista del conflicto. Podemos, incluso, estar de acuerdo en que no es necesaria, pero la verdad es que el problema subsiste y se vuelve sobre nosotros reclamando que tomemos parte de la conversación. Intentemos trabajar este punto manteniendo la actitud pragmática. Lo haré recuperando la discusión alrededor de los antagonismos que mantuvo Dewey con Jane Addams una noche en la Hull House, ese magnífica espacio de intervención pública que Addams creó en Chicago junto a Ellen Gates Starr. En esa discusión, en apariencia abstracta, reside toda una posibilidad de reinscribir el conflicto en un conflicto diferente.
Dewey, todavía moderno y hegeliano a la vez, sostenía la condición, sino irreductible, al menos vigorosa, de las diferencias de clase y de los antagonismos más o menos terminales entre formas institucionales. Addams, anclada en su cristianismo humanista, en cambio, creía que estos antagonismos eran irreales, que mostraban “simplemente la inyección de actitudes y reacciones personales” demorando la comprensión del significado de la acción y la conducta humana. El impacto de esta conversación en la interpretación filosófica de Dewey fue intenso. Lo llevó, tras una noche de reflexiones impetuosas con él mismo, a entender de los dichos de Addams, una reformulación de la dialéctica según la cual la unidad ya no debería ser percibida como la conciliación de los opuestos, sino que sería de utilidad percibir a los opuestos como la unidad en su crecimiento. Esto tiene derivaciones prácticas ineludiblemente pragmatistas si se entiende que los intereses que son necesarios de guardar siempre son los intereses mutuos y no los particulares, aún en el planteo de un conflicto, por fuerte que éste fuese. Y esto lleva a una radicalización de la dimensión liberal de la democracia, pero a la vez, en términos filosóficos estrictos, nos permite escapar de la referencia metafórica de la existencia de una “arriba” y un “abajo”, tan frecuentes en el léxico ortodoxo de la política. Una consecuencia aún más radical es la posibilidad de explorar la negación, gracias a esta unidad de los opuestos, de la supremacía discursiva entre reformistas y reformados, es decir, entre los sujetos políticos que son protagonistas de un proceso de reforma.
Borges, ya había sostenido, y sin implicación política aparente, una condición crítica similar frente a la dialéctica, valorando la forma poética. Esta negación de la dialéctica, con las presencias doradas de Dewey y Borges, sirven a mi propósito de pensar al conflicto. como una consagración de la pluralidad e imaginarlo reclamar un léxico nuevo. Colaborativa, esta nueva forma de hablar bien puede ser la de una poética política recursiva, zigzagueante, rica y plena de extravagancias.
Una idea del conflicto en democracia como la que presento admite una complementariedad conceptual y política muy fuerte con el concepto de campañas desarrollado por Rorty en “Pragmatismo y Política”. Rorty entiende las campañas como “algo finito, algo que podemos reconocer que hemos tenido éxito o en lo que, hasta ahora hemos fracasado” resaltando el contraste que presenta frente a la política de “movimientos” . La política de movimientos (y Argentina se precia, casi se vanagloria, de articular su política mediante movimientos) se caracteriza principalmente por su desprecio al reformismo y por una política de enunciación que reclama unanimidad y que supone a los cambios como completos y totales. Una política de movimientos impide ver  si las cosas se han hecho bien o mal y apela con ominosa insistencia a posiciones metafísicas, totalizantes y esencialistas.

En la política Argentina, todo se presenta bajo una pátina cargada de lo que Kierkegaard llamó “pasión de infinito”. Los movimientos políticos argentinos son siempre fundacionales, siempre inaugurales, aún aquellos que nada duran o que tienen a la intrascendencia como su único adjetivo calificativo. Aún las llamadas grandes tragedias argentinas son descriptas como ejercicios monumentales que requieren de categorizaciones terminales, imperialismo, clase media, nacionalismo, peronismo, o poder militar, para citar sólo algunos.

¿Qué tiene para decir el liberalismo de izquierda en tanto forma política del Pragmatismo filosófico?
Es vital, para la filosofía en tanto política cultural colaborar en la presentización del otro, cooperar en construir instituciones y debates que faciliten el reconocimiento del ejercicio de la crueldad. Es necesario hacer emerger, en clave democrática y en forma vigorosa el conflicto [dibujado con formas actitudinales pragmatistas] por la igualdad en todas la amplitud que permita la experiencia social. Para hacer esto es necesario reformular la relación existente entre lo político, sus enunciados y fundamentos legítimos, los colectivos sociales (de trabajadores en sentido amplísimo) y los pensadores. Hacer esto supone además, en el caso argentino, encarar la reescritura del viejo dilema intelectuales-trabajadores [ciudadanos] para expresarlo en una clave absolutamente distintiva. La relación entre las formas intelectuales (entendidas no el sentido de claustro universitario sino más bien expresando un registro reflexivo) y los colectivos sociales, sugiero, es uno de los puntos más fuertes que merecen ser trabajado a favor de problematizar la tensión entre Libertad e Igualdad en la Argentina. Esta relación, tan vieja como extendida por el mundo, ha adquirido en el escenario argentino la forma del equívoco y de la farsa, o bien proponiéndose desde tópicos marxistas rancios e infructuosos o bien vinculándose interesadamente en ejercicios de corte populista. Estoy convencido que una lectura atenta, prudente e imaginativa de la literatura Rortyana puede ayudar en recrear la posibilidad de conjunción entre pensadores, artistas y escritores con colectivos sociales para volverla virtuosa. Esta relación, alumbrada por la certeza en que las ideas tienen consecuencias, debe llevarse adelante bajo una clara vocación proyectiva, en donde la cualidad conflictivamente instituyente de pensadores y políticos esté dada por el pluralismo democrático y la implicación emotiva con la esperanza de un país que no es sólo tragedia y fatalidad.
Pensar desde el pragmatismo y desde el liberalismo en la Argentina es admitir una condición marginal, un habitar en los bordes mismos de la filosofía y de la política. Tener actitud pragmática supone colocar la biografía personal sobre esa situación limítrofe y hacerlo con satisfacción, gozosamente, abiertos a experimentar. Y es justo decir, con Rorty, que nada de lo que está escrito en este ensayo puede ser tomado como otra cosa que como una sugerencia, como un modo de llamar la atención sobre ciertos temas hablando un lenguaje filosófico determinado. Los límites son también puertas. Quiero cerrar citando a Milan Kundera en “El arte de la Novela”. El escritor checo dice por allí que no es malo habitar estos límites que describo. Lo que nunca hay que olvidar es que Dios ríe cuando nos ve pensar.

domingo, 11 de septiembre de 2011

La autopista del sur frente al kirchnerismo


En una nota publicada el miércoles 7 de setiembre en Clarín y titulada “Rutas posibles para el radicalismo”, Andrés Malamud esbozó algunos caminos posibles para la UCR a la vista de las elecciones que pasaron y las que pasarán. Lejos de intentar involucrarme en cuestiones relacionadas con el destino de la UCR y lejos también de instalarme en la discusión desde el costado de la Ciencia Política, me gustaría puntear alguna opción complementaria y alternativa.
La nota de Malamud señala, con justeza, argumentos que me son bastante familiares –me reúno muy seguido con mis amigos radicales- y que tienen que ver con que el desarrollo territorial y el apiñamiento de intendentes convertirán a ese partido en una segura segunda fuerza. Las bancas en diputados y senadores son otro de los argumentos favoritos para adornar un esquema de análisis que me parece insuficiente.
Matematizar con exageración, sin matizar políticamente, y contar de a uno, intendentes, diputados y senadores sin distinguir ni sus maneras de ver el mundo y el país ni los acuerdos que le permitieron llegar adonde están, resulta, al menos, un rasgo temerario. Contar dentro de un mismo coro a personas que entonan tan distinto puede llevar a una desafinación insoportable. Recargar la mirada institucionalista y pensar la política por fuera de sus rutinas y sus prácticas concretas puede hacer que se perciba un sujeto que es en realidad inexistente y, lo que es peor, que se deposite en él una cierta expectativa.
Los cambios políticos son antes cambios culturales. Si no hay un tempo cultural que busque otra cosa, la política no logra reflejarlo. El ejemplo del surgimiento esperanzador de La Alianza está allí para darnos una mano. Por lo tanto, la construcción de una verdadera fuerza de oposición no puede buscarse en el álgebra sino que tiene que responder a un entorno cultural. En el caso de la UCR específicamente, la suma de todos sus funcionarios no convierte al partido en un genuino esquema opositor. Básicamente porque las personas no creen que la UCR cumpla ese papel lo suficientemente bien como para generar una alternativa.
Probablemente, los caminos que puedan seguirse para la construcción de una genuina marca opositora sean otros. Me permito sugerir que no es posible centrarse en un solo partido si se trata de convocar a más personas y a más espacios sociales para construir una alternativa a un gobierno que, más allá de lo que pensemos, está dando respuestas a colectivos importantes y variados.
Un solo partido no puede expresar –es casi una canallada someterlo a semejante tensión- la complejidad de lo social y de la construcción de las identidades políticas individuales que marcan nuestros días. Esta vastedad de elementos que concurren a definir la elección de una persona no puede contenerse en el ideario de un solo partido. El peronismo, casi animalmente, lo entiende y lo resuelve  de modo endógeno. Hace años que no podemos saber qué cosa es el peronismo, quién lo tiene y quién lo define. Y no podemos hacerlo porque básicamente no existe, en su multiplicación ha perdido existencia concreta –metafísica pura- para construirse como una maquinaria simbólica que lo representa todo y gana elecciones.
A semejante aparato de convencimiento grupal no se le puede oponer una cuantificación irresoluta e informe. Es querer saltar sin poder antes caminar. Hace falta un mayor esfuerzo de imaginación, un mejor aporte de los intérpretes políticos centrales de la oposición para poder construir una institución lo suficientemente pluralista como para poder llamarnos a todos. La historia, la memoria y la tradición no alcanzan para poder esperanzar a las personas que aman la libertad. Crear un escenario en el que el kirchnerismo se vea desafiado requiere de más de un partido, de más de una idea y de más de una palabra.
Otra cuestión me inquieta del buen artículo de Malamud. Le supone verosimilitud a un esquema de oposición basándose en la hipótesis de una crisis que deberá de ser administrada por el gobierno. Esta manera de ver las cosas, que en otras oportunidades toma la forma argumental del péndulo que se aleja o acerca de las posiciones particulares, puede contener, inadvertidamente, una trampa. Y si no sucede que aparece esa crisis? Y, si en el caso de aparecer es bien resuelta por el gobierno?
Tal vez es tiempo de construir sin esperar al desastre y sin apelar a su fuerza redentora. Tal vez es tiempo de convocar porque somos mejores y no sólo porque no hay otra cosa.

sábado, 3 de septiembre de 2011

La boleta única y la individualidad


Espasmos. Gestos y manotazos. Esa es la manera en que se instalan los temas en la política de la patria. Pueden ser cosas buenas o malas, pero eso nunca define en última instancia. Una semana tomó a los diputados votar las leyes Blumberg de seguridad, semanas hablando de la reforma política, días enteros sobre presupuestos, cambios de legislación penal. Los temas se suceden, y las maneras son casi siempre las mismas. Para bien o para mal, gana el espontaneísmo que niega cualquier ejercicio sistemático de pensamiento.
A veces para el lado del bien y a veces para el del mal, las cosas aparecen, explotan, se quedan o se van. El último grito de la moda, en lo que refiere a institucionalismos, es la boleta única. Protagonista en Santa Fe y en menor medida en Córdoba se ha instalado como una suerte de paraíso democrático en el que se puede resolver casi todo. Se ha escrito mucho sobre las bondades y sobre los problemas que tiene la boleta única y no vale la pena repetir argumentos, salvo, tal vez, dejar sentada la posición favorable. Pero mi posición favorable no responde a cuestiones de registro institucional, no tiene que ver con que existen menores riesgos de falta de boletas o que agiliza el sistema de escrutinio.
La mayor virtud que tiene la boleta única no reside en la dimensión institucional sino que se resuelve en una directa apelación a la subjetividad individual. Este sistema de votación le devuelve a las personas una dosis de soberanía muy importante. Desde un punto de vista liberal, la devolución a la subjetividad de la capacidad de elegir es una gran noticia. La facilidad y hasta el estímulo que plantea la boleta única para que cada uno de nosotros pueda elegir en cada oportunidad y para cada categoría a quien pensamos puede hacerlo mejor con es una virtud infinita que, creo, pasa inadvertida para los grandes partidos y para los analistas más convencionales. Los ciudadanos eligen a algunos para legislar y a otros para administrar. La misma subjetividad propone también una dimensión crítica frente a los partidos. Cada vez más se pone en relieve que los votantes eligen personas y no partidos. Un mismo partido puede en menos de quince días ir de un porcentaje irrisorio a una resonante victoria. La subjetividad se impone, entonces, también allí. Silenciosamente, las personas, si se les da la oportunidad, mandan mensajes a los partidos, y los resultados de los distritos donde la boleta única fue implementada lo deja realmente claro. Es un llamado de atención que las fuerzas políticas debieran anotar con prolijidad y no desestimar en ningún caso.
El equipo de los institucionalistas vulgares ya ha abierto el fuego en contra del sistema con argumentos estructuralistas. Algunos más sofisticados que otros, la idea central es que se promueve la fragmentación en el sistema de partidos y que eso pone en riesgo la gobernabilidad. Que la relación entre los ejecutivos y los legislativos se ven dificultadas por la falta de correspondencia entre un voto y otro. No soy tan temerario para pensar en que es mejor un sistema desarticulado e informe que un bonito sistema de partidos ordenado y racional. Pero convengamos que nuestra democracia no necesita de la boleta única para ser un verdadero descalabro.
Más allá de defender las versiones más sutiles de la boleta única, aquellas que distinguen entre categorías y lo hacen por color disponiendo de un casillero para optar por el voto en blanco, mi favoritismo responde a la posibilidad que este sistema habilita para valorizar la dimensión subjetiva del voto. Empezar a ver personas allí donde están, eso hace la boleta única y esa es una gran dimensión del relato del futuro.

viernes, 26 de agosto de 2011

El niño del año

Leí el libro en dos tramos largos. El primero después de la clase de Durkheim, con un fondo de normalidades y patologías. El segundo, tras la clase de Max Weber, un sujeto al que inventé, tal vez, más liberal, mas de izquierda y más individualista de lo que en realidad es. Es imposible que las lecturas no se mezclen y el libro de Franco Rinaldi, El niño del Año, fue conversando con otros relatos, míos y ajenos, construyendo un mundo de palabrerías más o menos enredado.

Conozco a Franco Rinaldi desde hace mucho tiempo, no sé cuanto, y creo que alguna vez lo habré llamado franquito, cosa que me hace pedir disculpas de antemano y por las dudas. El libro empieza muy bien, la idea misma de un premio al niño del año y que se lo hayan dado a Franco, es una genialidad. La manera que el escritor encuentra para contarnos esa parte de su vida es natural y agradable. La narración fluye y se da ciertos lujos, cada tanto y como si no fuera del todo a propósito, nos hace detener para pensar un poco más en las cosas de siempre, en las dudas y en las certezas que cualquiera de nosotros tiene por el sólo hecho de despertarse a la mañana. La crónica, autobiográfica, elige circular por ondulaciones temporales que la aligeran y la hacen más interesante. Hay una creación del personaje que crece a medida que se avanza en el libro y también en la vida personal del autor. Sabemos de su zurda prodigiosa, de su afición por los aviones y las rubias de pechos grandes. Parece que le gusta el mar, pero más los aviones y la sensación extraña de no estar del todo en ningún lado mientras se está en el aire. El personaje se complejiza en tanto va tomando contacto con lo que los demás ven en él, como nos pasa a casi todos. La relación con personajes célebres, el animador Castro o la señora Legrand de Tinaire le da un brillito especial al anecdotario, pero es menor si se lo relaciona con lo que queda de la lectura. Un sabor a triunfo de la experiencia humana, una vanagloria de la genialidad del yo viene cuando se lee El niño del año. Se queda con nosotros y por un tiempito la sensación de que el vidrio y el metal pesan lo mismo, una sensación placentera de normalidad supera cualquier invocación a médicos, enfermeras o traumatos.

Como lector celebro que Rinaldi haya intentado buscar su propia voz literaria alejándose del elitismo invertido que hace a buena parte de las letras contemporáneas corretear en un juego bastante tonto para ver quién se parece más a un marginal. Rinaldi trata bien al español y eso se agradece. Cuanto putea, putea bien, cuando coge, coge, pero no anda por ahí exorcizando su creatividad con apelaciones falsamente populares.

Franco Rinaldi, El niño del año, Editorial Mondadori, Buenos Aires, 2011

miércoles, 24 de agosto de 2011

España, el Papa y el pragmatismo

Benedicto XVI, el Papa de los católicos, el Papa de mi fe, estuvo en España. En el cierre de sus actividades, ofició una ceremonia religiosa dedicada a los jóvenes, allí en Cuatro Vientos, cerca del aeropuerto. Una enorme cantidad de feligreses escuchó las palabras del Papa con la atención que se le brinda a quién tiene en su palabra una legitimidad y una autorización moral difícil de igualar.

Los principales diarios españoles, El País y El Mundo, reflejaron el acto religioso y se detuvieron en aquellas cuestiones que Benedicto XVI puso en relieve. Las recomendaciones papales hacia la juventud se centraron en dos o tres puntos importantes. Por un lado, advirtió que no se puede seguir a Jesús “por fuera de la Iglesia”, por otro lado alejó la posibilidad de dejarse seducir por una vida sin Dios y, lo que es más fuerte, lanzó una fuerte sentencia sobre la inutilidad de perseguir a Dios en solitario o hacerlo en forma libre.

Para alguien religioso, pero también liberal y pragmatista, las palabras de Benedicto resuenan con un eco complejo y contradictorio. Me pregunto cuál será el bien a resguardar bajo las advertencias del Papa en España. Se mezclan la voz del Papa con los textos deweyanos y la discusión sobre tomar lo religioso como un adjetivo o como un sustantivo. Desde el punto de vista del pragmatismo “lo religioso” denota un adjetivo que puede, o más bien debe, acompañar a la experiencia. La experiencia religiosa, en este caso, puede o no tener “una religión”, seguir sus rutinas y sus rigurosidades, pero en tanto se lo toma como una forma de la experiencia, esas arideces se diluyen hasta desaparecer. En un sentido extremo del pensamiento de Dewey, el sentido religioso no es distinto a otras formas de la experiencia y tiene, cuando existe, una relación directa con la vida colectiva. Las rutinizaciones religiosas están ligadas, por lo general, a un registro milagroso que requiere de la capacidad de “probar” o de “sentir” la presencia de Dios. Desde nuestro sitio pragmatista esa necesidad no existiría, toda vez que no necesitamos de ninguna “evidencia” para creer y la autorización proviene de un ideal más que de un hecho probado y particular.

El llamado de Benedicto a no buscar a Dios libremente convoca a un monismo religioso que, por fortuna, no agota las plurales posibilidades de la religiosidad. Fijan, eso sí y fuertemente, lo religioso en lo absoluto, lo total, volviendo la figura de Dios como el único plan de salvación, siempre y cuando se sigan las reglas. Nada hay de no religioso en el intento pluralista que William James explora en la octava lección de El Pragmatismo. En ese ensayo, el gran filósofo dibuja una posibilidad inquietante: No sabemos aún qué tipo de religiosidad será la más útil para nuestra experiencia colectiva y debemos posponer el dogmatismo. Muy probablemente un tipo de religiosidad de este registro no conmueva tanto a los espíritus deseosos de una severa asertividad más allá de lo humano y por eso mismo llame en su ayuda a mentes indulgentes.

miércoles, 17 de agosto de 2011

el catorce

No se puede ser otra cosa que breve en el análisis de las elecciones del 14.08, a la espera de reflexiones que necesitan de tiempo y de mayor espacio de debate. La cuestión numérica resulta tan concluyente que no deja lugar para otra cosa que para malabares argumentativos, de los que les gustan a los falsos profetas mediáticos o a los políticos negadores.

Sin ningún ánimo concluyente y a expensas de cierta precariedad hay, sin embargo, algunas cosas por decir, sobre todo para quienes no compartimos el universo oficialista. Las fuerzas que actuaron desde la oposición tuvieron una elección poco convincente, que no atrajo a la ciudadanía y que no generó esa corriente de confianza que se necesita para que las personas piensen en cambiar. Paradójicamente, las primera elecciones primarias, aquellas que supuestamente le devolvían al ciudadano la capacidad de optar y seleccionar sus liderazgos terminaron siendo, por imperio de la lógica irreductible del sistema de partidos, una aburrida confirmación presidencial y un territorio de disputas menores para la oposición. Queda si, casi para la anécdota dolorosa, la confirmación de la desaparición electoral de quién fuera probablemente el actor más dinámico de la argentina de los últimos años, Elisa Carrió, y queda la desaparición simbólica de lo que alguna vez significo la UCR como espacio institucional. Convertido en una suerte de colegio de señoritas mal administrado, el viejo partido no sabe qué hacer cuando se enfrenta a una ciudadanía a la que no le puede mentir sobre su glorioso pasado y a la que le tiene que hablar en tiempo presente. Del futuro, veremos.

El Frente Amplio Progresista hizo una elección que, en términos de números, aparece razonable y que, más por fortuna que por virtud, se vuelve interesante en tanto ninguna otra fuerza de las que hicieron de opositoras pudo sacarle demasiada ventaja. Cierto es que perdió en Santa Fe, que la elección en la provincia de Buenos Aires fue muy mala y que en la Ciudad de Buenos Aires, si bien razonable, la elección tampoco permite excesos de alegría, mucho menos en relación con la lista de diputados que vivió un corte de boleta destacable, por su porcentaje y por las características de la elección. Más allá de esto, el FAP logró mostrar que le fue mejor aún que sus propios números y quedó en un interesante lugar para crecer unos puntos hacia la elección de octubre. En distritos claves, como la Ciudad de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba las posibilidades de agregar votos en diputados son muy importantes.

Hasta aquí un análisis más bien árido, casi estepario. Quisiera, ahora, plantear una cuestión que me parece sugerente. Si se miran los grandes agregados de la elección nacional, más allá de comportamientos electorales locales o regionales –como el caso de Santa Fe y Cuyo más el sur cordobés- pareciera que la ciudadanía que no quiso votar al gobierno, no eligió opciones que se proponían como progresistas. Pareciera que la ciudadanía prefería incluso variantes del peronismo antes que a fuerzas autoproclamadas o de tradición progresistas. Esto puede sostenerse con los números de la elección en Ciudad de Buenos Aires, en la provincia, en Santa Fe (con matices) y en Córdoba.

Lejos de establecer hipótesis temerarias en relación con corrimientos del electorado, un punto aparece bastante nítido. Para una porción importante de la ciudadanía, el gobierno interpreta la esfera de demandas, deseos e intenciones del universo progresista. Esto demostraría, al mismo tiempo, lo ineficaz de los planteos sobre la verosimilitud de esa condición llevadas adelante por diversas fuerzas bajo distintas formas y consignas tales como “el verdadero progresismo” o “contra el progresismo trucho”. Una dimensión complementaria seguramente nos llevará a suponer que la ciudadanía no ha encontrado en los partidos o alianzas que comparten la familia centroizquierdista una opción que le genere la suficiente confianza.

Quizás el punto más interesante en este recorrido sea el de llegar a la conclusión acerca de la necesidad de abandonar las invocaciones sobreideologizadas para detenerse más en la generación de una proximidad de otro registro. Tal y como ha manifestado el Profesor de Privitellio, los electores parecen estar recurriendo cada vez más a un ejercicio soberano e independiente en cada uno de los momentos en que son llamados a decidir a través del voto. Se eligen personas, es cierto, pero también se elige a una persona determinada para un lugar determinado y en un momento determinado. Si esto es así, las fuerzas políticas debieran ser capaces de generar corrientes de opinión con contenido pero a la vez sostenerse sobre campañas (en sentido rortyano) eficaces, seductoras y queribles. Y eso es muy difícil si lo que más les interesa a las fuerzas es una suerte de compulsa interna para ver quién hace más izquierdismo.

Una fuerza reformista que no le tema al gobierno deberá tomar nota de las modificaciones en la subjetividad que van definiéndose en cada votación con mayor claridad. Deberá asumir que le habla a individuos y a no a colectivos fantasmáticos que aparecen bajo la forma de militantes, pueblo u organizaciones sociales. Tal vez la mejor narrativa del futuro suponga huir del progresismo y decidirse a una experimentación incierta y precaria, como los votos.

viernes, 12 de agosto de 2011

Gobernabilidad y conservadurismo

A los pragmatistas no nos interesa presumir de saber o conocer muchas cosas. De hecho, casi siempre, estamos más cerca de dejarnos sorprender por algún experimento que por certificar de algún modo un saber consagrado canónicamente. Dentro de las poquísimas cosas en las que creemos, hay una que viene a cuento. En el que es para mí su más maravilloso texto “Pragmatismo, una versión”, Richard Rorty trata, en su lección quinta, la idea de panrelacionismo. Esta noción, más allá de complejidades mayores relacionadas con la posibilidad de desmontar dualismos de naturaleza aristotélica, implica un modo de pensar sencillo y contundente. Las cosas son como son en virtud de la relación que mantienen con las demás cosas.

De llevar esta idea al lenguaje, y en particular a la plasticidad de las palabras, las relaciones entre las cosas no puede ser menos que política. La manera en que una palabra es seguida por otra y una idea se hace consecuente con otra es primero una relación epistemológica y luego y por consecuencia, se hace política. En ese camino, y sin distinguir entre partidos o fuerzas políticas, en nuestra democracia parece haberse consagrado una relación simétrica, equivalencial, entre gobernabilidad y conservadurismo.

¿Acaso puede ser tomado de otro modo el acuerdo entre Alfonsín y De Narvaez? En quienes lo diseñaron habrá circulado la antigua idea de la unidad nacional y al mismo tiempo el fantasma de la ingobernabilidad del radicalismo. La respuesta fue, en el sentido en el que quiero plantear el problema, clásica. Abandono del espacio más dinámico con el socialismo, el GEN y otras fuerzas y recostarse en una actitud que, dentro del ideario político argentino, denota gobernabilidad –correrse al conservadurismo-. En la versión alfonsinista, esto sugirió una suerte de vuelta de campana, de asunción de liderazgo, es decir, de peronización y conservadurización. El intento alfonsinista, eficaz o nó, resulta claro, le grita a la ciudadanía que puede gobernar porque es capaz de conservadurizarme todo lo que hace falta.

¿Cómo leer el encuentro entre Binner y Moyano? ¿Cómo leer incluso las opiniones que, como la de BEATRIZ SARLO en La Nación, reconocen la audacia del gesto santafecino? Binner, un claro miembro de la constelación progresista disfrazó de gestión institucional un acto de campaña con un destino simbólico ostensible. Binner, suizo circunspecto y administrador implacable, demostró que, si es necesario, reconoce el poder que tiene Moyano y es capaz de autorizarlo, aún cuando lleva en su lista de diputados en la provincia a Víctor De Genaro.

El gobierno, por su parte, y como nos tiene acostumbrado, exagera y lleva al límite la relación entre gobernabilidad y conservadurismo desde varios frentes. Los acuerdos con gobernadores feudales e intendentes tan pintorescos como corruptos y violentos son sólo una cara. La más descarnada, la más compleja también relación que plantea el gobierno entre gobernabilidad y conservadurismo es su marca sacrificial y su permanente apelación a la muerte. La gobernabilidad de Cristina Kirchner se matiza todo el tiempo con la fantasmática presencia de un hombre muerto sobre el que obstinadamente se proyecta una capacidad intacta por influir en los vivos. Casi no hay registro de un atavismo conservador más potente que la celebración de los muertos.

Si el problema se concentrara solamente en el sistema político, aún cuando grave, no lo sería tanto. El punto fuerte es que parece haberse sedimentado en la ciudadanía, en los argumentadores y formadores de opinión que para gobernar hay que “reconocer” que el sentido común es conservador. No es poco habitual escuchar de lúcidas voces el curioso apotegma “sin el peronismo no se puede gobernar” o el más barroco “el poder es de derecha”. No recuerdo cuando fue que este modelo se consolidó pero sí recuerdo que no hace mucho esto no era así. Las frases más bien tenían otro itinerario, más cercano a sostener que la búsqueda de legitimidad tiene que ver con la novedad y con el cambio.

Los espíritus estructuralistas muchas veces toman nuestras experiencias relacionales entre las palabras y la vida democrática como un gesto ingenuo. Los menos educados, lo creen un esteticismo sin valor que desconoce la verdadera naturaleza del poder. Lejos de pretender dar esa aburrida discusión, creo que encontrar las palabras que permitan desmontar la relación entre gobernabilidad y conservadurismo, sin caer en la totalidad agonal y el dramatismo es una tarea rica y necesaria. Habría que ver qué sucede si encontramos un grafismo, una manera de decir que desmonte la perversidad del conservadurismo. No sea cosa que estemos frente a una nueva oportunidad y la dejemos ir, como a casi todas. Eso sí que es un verdadero riesgo.