domingo, 8 de septiembre de 2013

Los usos de Portantiero


Esta entrevista fue realizada en casa de Juan Carlos Portantiero sobre finales de la década del 90. La publicación en la que se editó en su oportunidad, Pluma de Barro, insistía en reflexionar sobre el papel de los intelectuales. No existía en ese tiempo el kirchnerismo y las preocupaciones eran otras. Los que discutíamos de política lo hacíamos viéndonos en el espejo de las modificaciones democráticas de la izquierda europea. Leíamos a D´alema y a Giddens bajo la sombra hospitalaria de Bobbio y de Max Weber. No es que estuvieramos bien, pero algunas ideas andaban por ahí y Portantiero era una figura indiscutida.
Desde entonces releí esta entrevista un montón de veces, muchas más de lo que seguro hicieron los improbables lectores de nuestra revista universitaria. No tengo idea si el texto resultará sólo un juego de arqueología o si habrá resistido el paso del tiempo. Si se que el itinerario intelectual de muchos no lo resiste y que en cambio el de Portantiero si lo hace.
No creo que las lecturas tengan una utilidad urgente o que reclamen una temporalidad sin límite. De lo que estoy más seguro es de mostrar las ideas de quien fuera en mi opinión el más importante intelectual de las disciplinas sociales argentinas. Eso será siempre una celebración.
G.P.


¿Se puede caracterizar de un modo actual la figura del intelectual y de su papel en la vida pública?

Ha habido cambios muy grandes en el papel del intelectual en la sociedad, sobretodo en su relación con la política, y que tienen que ver con la recuperación e implantación de un sistema democrático, algunos de esos cambios son positivos y otros negativos.
Hay una vieja figura del intelectual en la Argentina que fundamentalmente tiene que ver con una dimensión crítica, un intelectual alejado de los círculos de poder, del poder político, del poder cultural, ubicado siempre en posiciones de combate, de manera independiente, o vinculado a algunos grupos contestatarios tratando de expresar algo así como una especie de crítica moral.
Esa figura del gran intelectual, que se transformaba en una especie de referente para la población, que tiene antecedentes históricos en figuras como Ingenieros, por ejemplo, que en algún momento y por varias generaciones influyeron mucho, sobre todo en la juventud, ahora está relativamente en un segundo plano.
Por cierto siempre aparecen algunos nombres que con méritos o sin ellos tratan de ocupar ese lugar, Favaloro o Sábato, a los cuales la prensa suele convocar como grandes representantes de la conciencia de la sociedad, pero es verdad que ese papel de crítico social, de especie de portavoz de las cuestiones más profundas de la sociedad, está un poco perdido. Y eso no es bueno, no tanto por el tema de concentrar todo en las grandes personalidades sino porque de alguna manera la función crítica del intelectual se desmerece.

Por otro lado, hay ahora, como no lo hubo en ningún otro momento, por la mayor permeabilidad del sistema político y mayor apertura ideológica general del país, una presencia de intelectuales, sea en funciones de gobierno o en funciones que tienen que ver con la actividad política, como nunca hubo.
Los intelectuales, de alguna manera, siempre estuvieron marginados del poder y si se encontraban vinculados a la política lo estaban en agrupaciones que no tenían ninguna chance alguna de ocupar el poder, y esa situación, a partir de la democracia se ha revertido bastante. Esto de algún modo desencaja al intelectual clásico y a su rol habitual.
Es decir, existe una presencia mucho mayor, lo cual está bien, pero hay un cambio en la función del intelectual, aquel intelectual que aparecía un poco como la conciencia crítica, ahora más bien es convocado como técnico. La política se ha profesionalizado mucho más, el tema de los procesos de decisión necesita de conocimiento experto mayor de lo que antes había, y,  por lo tanto hay una presencia mucho más grande de profesionales del intelecto, llamémoslo así, en funciones ligadas al Estado o dentro del sistema político.
Esto ha producido un cambio también disciplinar. Antes, los intelectuales que estaban vinculados a la política eran sobre todo abogados, ahora aparece un poco la tiranía de los economistas, y en segundo lugar empiezan a terciar los sociólogos y los expertos en medios de comunicación. Ocupando de modo diferencial ese lugar que antes estaba destinado casi exclusivamente a los abogados.

Existe entonces, por un lado, una presencia más masiva del intelectual  redefinida en su papel de técnico y, por el otro vemos que hay una pérdida de la dimensión clásica del intelectual que era el del ejercicio de la ética y de la crítica social.
Creo que un intelectual debería definirse por las dos dimensiones, no debería abdicar de un conocimiento específico que puede ser útil para la política pero tampoco debería abdicar de mantener una distancia de la política en el sentido de no enajenar su capacidad crítica.
Porque hay una diferencia básica entre el intelectual y el político por más que puedan encontrarse.
Malraux, que era un intelectual que actuó mucho en política, decía alguna vez que la dificultad en la relación entre el intelectual y el político radica en que el político debe ser por fuerza maniqueo, y el intelectual es, o debe ser, anti maniqueo por excelencia, debe dudar, debe ver las cosas no con un criterio de blancos y negros sino que debe introducir mucho más los grises en sus razonamientos.
Entonces, si por un lado la participación de un intelectual en política es auspiciosa, el temor es que quede subordinado y relegue ese papel de expresión de la sociedad que supo tener tradicionalmente.

Teniendo en cuenta la creciente profesionalización del campo intelectual, ¿cree que hay espacio posible para la crítica? ¿Es algo que debemos extrañar?

Yo creo que deben recuperarse. En la Argentina hubo un problema con los intelectuales, ellos fueron artífices importantes de la primera modernización, desde la organización nacional hasta la generación del ochenta inclusive. Jugaron un papel importantísimo en la definición de ese país que había que construir desde el desierto, de hecho uno no imaginaría a un Sarmiento actual o a un Mitre actual presidente de la república y lo fueron en ese momento.
Luego, cuando la política se transforma en un hecho de masas, esa tradición la mantiene el partido socialista, en donde los intelectuales, empezando por Juan B. Justo, tuvieron un peso muy significativo en la construcción de ese partido. Pero luego la política tomó más un carácter de masa, primero con el Yrigoyenismo, y luego con el Peronismo. Ambos dos fueron unos movimientos que miraban más bien de reojo a los intelectuales, se constituyeron como fuerzas políticas hegemónicas despreciando un poco el rol de los intelectuales y, por otro lado, las propias fuerzas conservadoras también los marginaron en el sentido que gobernaban más bien con abogados o con militares, pero no con intelectuales como había sucedido en el 60 y hasta el 80.
Entonces, siempre hubo una relación muy conflictiva entre intelectuales y política, lo que quedaba afuera de esa relación conflictiva eran esas grandes figuras que encarnaban un poco la voz de la sociedad.
Con la reimplantación democrática a partir de los 80 en la Argentina, intelectuales y política empiezan a amigarse. En ese sentido el gobierno de Alfonsín fue importante por la forma en que trató de integrar intelectuales a sus políticas. Pero este hecho, que parece positivo, que aparece como una reubicación de los intelectuales de donde habían sido desalojados tiene el riesgo de que los intelectuales queden subordinados a la política y por lo tanto pierdan la capacidad de mantener esa distancia, que yo creo que es imprescindible.
Por lo mismo, si bien no se puede pensar a la política moderna sin intelectuales, tampoco se puede pensar en que los intelectuales sean totalmente absorbidos por la política, sino que tienen que mantener su independencia de criterio.

Cómo  analiza la experiencia del período de transición democrática desde el punto de vista de la relación entre los intelectuales y la política

Esto fue un signo de los tiempos más que un mérito de Alfonsín, es algo que está sucediendo acá y en todas partes del mundo.
La toma de decisiones sigue estando en manos de los políticos, de las instituciones y de los tecnócratas, eso es así, si nosotros pensamos que los tecnócratas son intelectuales, y no está mal pensarlo así, efectivamente hay una fuerte influencia de los intelectuales, pero ahí está lo que decíamos, el imperialismo de los economistas, dominándolo todo, porque la situación pone a la economía en primer plano, entonces, en la instancia de toma de decisiones, eso no varió. Lo que creo que los intelectuales hicieron en los tiempos de Alfonsín, y también lo que están haciendo ahora, tiene mucho que ver con influir para cambiar ciertos lenguajes de la política, ciertas formas en que los políticos se acerquen a los problemas de la realidad. Es más sobre el discurso que los intelectuales han operado, que sobre las decisiones.

Si admitimos que se hace difícil encontrar la figura del clásico intelectual con legitimidad para enunciar lo social, ¿Alguien reemplazó esa legitimidad? ¿Cambiaron los depositarios de esa legitimidad?

Creo que el proceso empieza a ser más colectivo y menos individual, creo que los intelectuales estarán presentes en aquellas funciones que les tocan. Pueden operar sobre el discurso, operar sobre decisiones políticas en la medida que sean convocados para ello, pero son los movimientos sociales los que legitiman o deslegitiman la acción política, los que construyen la posibilidad de darle voz a la sociedad, y ya no tanto una figura solitaria, un Víctor Hugo, un Zolá, un Ingenieros, un Ricardo Rojas o los casos menos significativos y menos interesantes de un Sábato, un Favaloro, por dar nombres que siempre aparecen convocados para hablar de cualquier tema en la medida que algunos los consideran como depositarios de esa verdad general.
Creo que hay una manera más colectiva de entender los grandes temas,  son los movimientos sociales los que cumplen esa función y no los intelectuales.
En ésta forma de asumir lo social el intelectual tiene dos formas de incorporarse. Una, no olvidando que el intelectual es un ciudadano, y por lo tanto tiene los deberes y los derechos que tiene todo ciudadano de inmiscuirse en los problemas públicos. Eso ya es una forma de participación que la segmentamos como participación de los intelectuales, pero tiene que ver con la necesidad de participación de toda la sociedad, y otra es la forma de su participación, también como ciudadano, pero más especifica. En este caso veo dos vías, una es trabajar desde su conocimiento técnico para formular grandes líneas de política. Un testimonio interesante de esto es lo que  sucedió en su momento con la preparación del programa y de la plataforma de la Alianza. Allí hubo una movilización grande de intelectuales que aportaron desde su profesionalidad específica, problemáticas y propuestas para un gran programa, para una gran plataforma política. La otra forma de participación de los intelectuales es insistir en esta función que han venido cumpliendo desde los años 80 en adelante, en un marco que necesita de pluralismo y de libertad de expresión, que es la de traer los grandes temas, operar sobre los discursos de los políticos incorporando los grandes temas de discusión de 1a sociedad contemporánea.
Creo que ese es un papel bastante significativo para la modernización de la política que los intelectuales pueden llevar adelante incluso sin estar militando directamente en política, sino simplemente teniendo un oído alerta a las grandes problemáticas y a las grandes discusiones que se dan en el mundo.

¿Hay acaso una modificación del campo intelectual que es propia de la democracia?

En primer lugar, los que vienen ahora, tienen la ventaja, que no hemos tenido nosotros, de incorporarse a un campo intelectual donde las reglas del pluralismo y de la libertad ideo1ógicas están asentadas, y que van a durar, es decir que pueden instalarse como actores significativos dentro del espacio social, porque existe la posibilidad del debate, de la argumentación, cosa que estaba totalmente bloqueada por el autoritarismo. Eso abre un campo muy grande que a veces los jóvenes lo ven como una cosa natural y no lo es. El derecho a tener voz fue algo que hubo que pelear mucho, así que  hay una ventaja grande.
La desventaja, quizás, pero desventaja en la línea de lo que estamos planteando como una participación más activa del intelectual en el espacio social, es que los saberes tienden cada vez más a parcializarse y segmentarse y, por lo tanto, lo que aparece es una multiplicidad de esferas específicas en donde la tarea intelectual puede desarrollarse, y esto hace más difícil visiones de conjunto, más universales.
Esa multiplicidad que se da en el conocimiento puede dar lugar de hecho a una tecnificación del trabajo intelectual, a una particularización excesiva del trabajo intelectual que haga perder un poco su sentido original.
Si la pregunta apunta más hacia el papel de las universidades en la formación de un campo intelectual yo diría que, con todo lo mal que está la universidad en este momento, está mucho mejor que en los últimos 35 años. En Argentina hubo un período muy breve de expansión de la universidad, no mayor que 10 años, del 56 al 66, y luego una noche negra.
Desde el 83 la universidad empieza a recuperar esa capacidad de socialización de la gente, por un lado y por el otro de producción de conocimiento, y en ese sentido funciona con mucha fuerza como un crisol importante de discusión. Creo que todavía habría que profundizarlo un poco más, quitándole a la discusión lo que tiene de exterior, esto es, lo que aparece como simple lucha de pequeñas capillas o sectas que pelean las unas contra las otras y que opacan la posibilidad de discusiones más profundas. Pero de todas maneras creo que la universidad está jugando un papel más importante que el que jugó en otras épocas, incluso con todas las limitaciones y necesidades de reformas que tiene en este momento.

Usted mencionaba recién que resulta imposible imaginar un Sarmiento presidente en la actualidad. ¿Qué cambió? ¿O qué cambió más? ¿El país o los intelectuales?

Históricamente la figura del intelectual en Argentina, con respecto a intelectuales de los otros países de América Latina siempre fue más cosmopolita, siempre estuvo más masivamente atraída por lo que aparezca como lo último, lo nuevo, sobre todo en Europa y los Estados Unidos. Esto generó una intelectualidad menos nacionalista que la intelectualidad  de los otros países de América Latina.
El nacionalismo se replegó, primero, en las formas más bárbaras del tradicionalismo con fuerza en el nacionalismo católico de los años 30. Luego, recaló, no tanto en el gobierno o la figura de Perón, como en esa especie de reinvención del Peronismo, con representantes como Jauretche y Hernández  Arregui que derivó del viejo nacionalismo una actitud anti intelectual y cierto populismo demagógico en la construcción de sus categorías. Salvo esas expresiones, en general, la intelectualidad argentina en relación a otras, estuvo más ligada a la novedad.
Esto puede ser visto como un defecto o como un mérito, pero creo que  es un rasgo, un rasgo que en otros países de América Latina es apreciado, apreciado no en el sentido de lo bien visto, sino que es señalado como algo que efectivamente caracteriza a la intelectualidad argentina.
Es decir, Chile puede producir a Neruda, Perú puede producir a Vallejos, pero un tipo como Borges solamente puede haber surgido en un país como la Argentina. No me imagino a un Borges mexicano, tienen otros intelectuales extraordinarios, sin duda, no se trata de establecer un ranking intelectual, pero sí hay un tipo de intelectual que es característico de nuestro país.

Usted forma parte, indudablemente, del campo intelectual Argentino, que críticas cree que le cabrían a ese espacio social delimitado por la acción de los intelectuales

El campo intelectual argentino tiene varios defectos, es un campo que está muy minado por recelos, envidias, querellas, que tienen que ver, especialmente, con recursos escasos para repartir entre una capa intelectual que es bastante numerosa.
Por otro lado, lo que me parece un síntoma negativo bastante característico de los últimos tiempos, es la poca capacidad que existe para generar debates interesantes.
Por lo general, si uno observa lo que se publica termina por pensar en que o bien no hay debate o, cuándo lo hay, responde más a discusiones de tono personal que a un debate de ideas, parecen más peleas de conventillo.
Creo que le falta enormemente al clima intelectual argentino un vigor polémico interesante que no tiene. Antes existía éste vigor polémico, existía un espacio fuerte de debate intelectual, ahora me parece que no.

Entonces, ¿sobre qué bases se sustenta la posibilidad de hablar de un campo intelectual?

Tomando un poco las observaciones de Bourdieu sobre el campo,  diría que existe un campo intelectual en la medida que hay relaciones de fuerza en ese interior, pero que las peleas son más por el capital material que por el capital simbólico. Las peleas tienen más que ver con ese recurso escaso que con el entrecruzamiento de ideas y que por eso está sobreactuado en discusiones muy personalizadas, en agravios personales y en brulotes que uno escribe contra otro acusándolo o bien de reformista, o bien de revolucionario o montonero. En fin, ese tipo de argumentos ad hominen, son los que más circulan hoy en la discusión y eso le quita interés al debate.

¿Qué sueños perduran en un intelectual en la Argentina?

Salvo en aquellos que han decidido cambiar su independencia de criterio por un plato de lentejas, es decir, que se han acomodado al sistema y de lo único  que tratan es de aprovechar los beneficios que éste puede darles a ellos personalmente, creo que los valores están vigentes. Creo que la idea de que es necesario luchar por una sociedad más justa, más libre, la mayoría la sigue teniendo.
Lo que está claro es que, salvo que se crea que se está a salvo del paso del tiempo, aún cuando los principios estén vigentes, es necesario acordar en que no así los instrumentos.
Entre otras cosas, en el mundo desde los 60 hasta ahora han sucedido una serie de cataclismos que obligan a que pensar de la misma manera se vuelva conservador. Se termina jugando un papel absolutamente conservador adornado con un discurso apocalíptico pero que en el fondo es conservador porque no influye ni cambia ni modifica un milímetro de  la realidad.

¿Podemos ser optimistas al pensar en el futuro tanto del país como del campo intelectual?

Yo creo que sí, se puede pensar en que las cosas van mejorando, pero alertas siempre en que hay necesidad de producir más cambios y reformas de las que están a la mano. Las cosas ahora están más complicadas y las instituciones y, especialmente, las instituciones intelectuales, si no se ponen a tiro de la complejización de las cosas y del rápido desenvolvimiento de las cosas, en muy poco tiempo quedarán obsoletas y fuera de juego.
Creo que hay una tarea hacia adentro del campo intelectual, de reforma, más allá de las reformas que hay que hacer en la misma sociedad.
Esos cambios son muy significativos y pongo a la Universidad en primer lugar en éste sentido.
La Universidad tiene que someterse a un proceso de autocrítica muy profundo sobre cómo se está trabajando, sobre cómo se está vinculando con el mundo real, cómo se están procesando los cambios que se presentan en la producción y distribución del conocimiento.
Esto implica desde reformas curriculares, reformas organizativas, formas de descentralización, en fin, una serie de temas sobre los que se va a tener que pensar, pero sobre todo actuar porque si no ,la institución universitaria, quedará fuera de foco y esto, por supuesto, influirá sobre el campo intelectual.