Esta entrevista fue realizada en casa
de Juan Carlos Portantiero sobre finales de la década del 90. La publicación en
la que se editó en su oportunidad, Pluma de Barro, insistía en reflexionar
sobre el papel de los intelectuales. No existía en ese tiempo el kirchnerismo y
las preocupaciones eran otras. Los que discutíamos de política lo hacíamos
viéndonos en el espejo de las modificaciones democráticas de la izquierda
europea. Leíamos a D´alema y a Giddens bajo la sombra hospitalaria de Bobbio y
de Max Weber. No es que estuvieramos bien, pero algunas ideas andaban por ahí y
Portantiero era una figura indiscutida.
Desde entonces releí esta entrevista un
montón de veces, muchas más de lo que seguro hicieron los improbables lectores
de nuestra revista universitaria. No tengo idea si el texto resultará sólo un
juego de arqueología o si habrá resistido el paso del tiempo. Si se que el
itinerario intelectual de muchos no lo resiste y que en cambio el de
Portantiero si lo hace.
No creo que las lecturas tengan una
utilidad urgente o que reclamen una temporalidad sin límite. De lo que estoy
más seguro es de mostrar las ideas de quien fuera en mi opinión el más
importante intelectual de las disciplinas sociales argentinas. Eso será siempre
una celebración.
G.P.
¿Se puede caracterizar de un modo actual la figura del intelectual y de
su papel en la vida pública?
Ha habido cambios muy grandes en el
papel del intelectual en la sociedad, sobretodo en su relación con la política,
y que tienen que ver con la recuperación e implantación de un sistema
democrático, algunos de esos cambios son positivos y otros negativos.
Hay una vieja figura del intelectual en
la Argentina que fundamentalmente tiene que ver con una dimensión crítica, un
intelectual alejado de los círculos de poder, del poder político, del poder
cultural, ubicado siempre en posiciones de combate, de manera independiente, o
vinculado a algunos grupos contestatarios tratando de expresar algo así como
una especie de crítica moral.
Esa figura del gran intelectual, que se
transformaba en una especie de referente para la población, que tiene
antecedentes históricos en figuras como Ingenieros, por ejemplo, que en algún
momento y por varias generaciones influyeron mucho, sobre todo en la juventud,
ahora está relativamente en un segundo plano.
Por cierto siempre aparecen algunos
nombres que con méritos o sin ellos tratan de ocupar ese lugar, Favaloro o
Sábato, a los cuales la prensa suele convocar como grandes representantes de la
conciencia de la sociedad, pero es verdad que ese papel de crítico social, de
especie de portavoz de las cuestiones más profundas de la sociedad, está un
poco perdido. Y eso no es bueno, no tanto por el tema de concentrar todo en las
grandes personalidades sino porque de alguna manera la función crítica del
intelectual se desmerece.
Por otro lado, hay ahora, como no lo
hubo en ningún otro momento, por la mayor permeabilidad del sistema político y
mayor apertura ideológica general del país, una presencia de intelectuales, sea
en funciones de gobierno o en funciones que tienen que ver con la actividad
política, como nunca hubo.
Los intelectuales, de alguna manera,
siempre estuvieron marginados del poder y si se encontraban vinculados a la
política lo estaban en agrupaciones que no tenían ninguna chance alguna de
ocupar el poder, y esa situación, a partir de la democracia se ha revertido
bastante. Esto de algún modo desencaja al intelectual clásico y a su rol
habitual.
Es decir, existe una presencia mucho
mayor, lo cual está bien, pero hay un cambio en la función del intelectual,
aquel intelectual que aparecía un poco como la conciencia crítica, ahora más
bien es convocado como técnico. La política se ha profesionalizado mucho más,
el tema de los procesos de decisión necesita de conocimiento experto mayor de
lo que antes había, y, por lo tanto hay
una presencia mucho más grande de profesionales del intelecto, llamémoslo así,
en funciones ligadas al Estado o dentro del sistema político.
Esto ha producido un cambio también
disciplinar. Antes, los intelectuales que estaban vinculados a la política eran
sobre todo abogados, ahora aparece un poco la tiranía de los economistas, y en
segundo lugar empiezan a terciar los sociólogos y los expertos en medios de
comunicación. Ocupando de modo diferencial ese lugar que antes estaba destinado
casi exclusivamente a los abogados.
Existe entonces, por un lado, una presencia
más masiva del intelectual redefinida en
su papel de técnico y, por el otro vemos que hay una pérdida de la dimensión
clásica del intelectual que era el del ejercicio de la ética y de la crítica
social.
Creo que un intelectual debería
definirse por las dos dimensiones, no debería abdicar de un conocimiento
específico que puede ser útil para la política pero tampoco debería abdicar de
mantener una distancia de la política en el sentido de no enajenar su capacidad
crítica.
Porque hay una diferencia básica entre
el intelectual y el político por más que puedan encontrarse.
Malraux, que era un intelectual que
actuó mucho en política, decía alguna vez que la dificultad en la relación
entre el intelectual y el político radica en que el político debe ser por
fuerza maniqueo, y el intelectual es, o debe ser, anti maniqueo por excelencia,
debe dudar, debe ver las cosas no con un criterio de blancos y negros sino que
debe introducir mucho más los grises en sus razonamientos.
Entonces, si por un lado la
participación de un intelectual en política es auspiciosa, el temor es que
quede subordinado y relegue ese papel de expresión de la sociedad que supo tener
tradicionalmente.
Teniendo en cuenta la creciente profesionalización del campo
intelectual, ¿cree que hay espacio posible para la crítica? ¿Es algo que
debemos extrañar?
Yo creo que deben recuperarse. En la
Argentina hubo un problema con los intelectuales, ellos fueron artífices
importantes de la primera modernización, desde la organización nacional hasta
la generación del ochenta inclusive. Jugaron un papel importantísimo en la
definición de ese país que había que construir desde el desierto, de hecho uno
no imaginaría a un Sarmiento actual o a un Mitre actual presidente de la
república y lo fueron en ese momento.
Luego, cuando la política se transforma
en un hecho de masas, esa tradición la mantiene el partido socialista, en donde
los intelectuales, empezando por Juan B. Justo, tuvieron un peso muy
significativo en la construcción de ese partido. Pero luego la política tomó
más un carácter de masa, primero con el Yrigoyenismo, y luego con el Peronismo.
Ambos dos fueron unos movimientos que miraban más bien de reojo a los
intelectuales, se constituyeron como fuerzas políticas hegemónicas despreciando
un poco el rol de los intelectuales y, por otro lado, las propias fuerzas
conservadoras también los marginaron en el sentido que gobernaban más bien con abogados
o con militares, pero no con intelectuales como había sucedido en el 60 y hasta
el 80.
Entonces, siempre hubo una relación muy
conflictiva entre intelectuales y política, lo que quedaba afuera de esa
relación conflictiva eran esas grandes figuras que encarnaban un poco la voz de
la sociedad.
Con la reimplantación democrática a
partir de los 80 en la Argentina, intelectuales y política empiezan a amigarse.
En ese sentido el gobierno de Alfonsín fue importante por la forma en que trató
de integrar intelectuales a sus políticas. Pero este hecho, que parece
positivo, que aparece como una reubicación de los intelectuales de donde habían
sido desalojados tiene el riesgo de que los intelectuales queden subordinados a
la política y por lo tanto pierdan la capacidad de mantener esa distancia, que
yo creo que es imprescindible.
Por lo mismo, si bien no se puede
pensar a la política moderna sin intelectuales, tampoco se puede pensar en que
los intelectuales sean totalmente absorbidos por la política, sino que tienen
que mantener su independencia de criterio.
Cómo analiza la experiencia del
período de transición democrática desde el punto de vista de la relación entre
los intelectuales y la política
Esto fue un signo de los tiempos más
que un mérito de Alfonsín, es algo que está sucediendo acá y en todas partes
del mundo.
La toma de decisiones sigue estando en
manos de los políticos, de las instituciones y de los tecnócratas, eso es así,
si nosotros pensamos que los tecnócratas son intelectuales, y no está mal pensarlo
así, efectivamente hay una fuerte influencia de los intelectuales, pero ahí
está lo que decíamos, el imperialismo de los economistas, dominándolo todo,
porque la situación pone a la economía en primer plano, entonces, en la
instancia de toma de decisiones, eso no varió. Lo que creo que los
intelectuales hicieron en los tiempos de Alfonsín, y también lo que están
haciendo ahora, tiene mucho que ver con influir para cambiar ciertos lenguajes
de la política, ciertas formas en que los políticos se acerquen a los problemas
de la realidad. Es más sobre el discurso que los intelectuales han operado, que
sobre las decisiones.
Si admitimos que se hace difícil encontrar la figura del clásico
intelectual con legitimidad para enunciar lo social, ¿Alguien reemplazó esa
legitimidad? ¿Cambiaron los depositarios de esa legitimidad?
Creo que el proceso empieza a ser más
colectivo y menos individual, creo que los intelectuales estarán presentes en
aquellas funciones que les tocan. Pueden operar sobre el discurso, operar sobre
decisiones políticas en la medida que sean convocados para ello, pero son los
movimientos sociales los que legitiman o deslegitiman la acción política, los
que construyen la posibilidad de darle voz a la sociedad, y ya no tanto una
figura solitaria, un Víctor Hugo, un Zolá, un Ingenieros, un Ricardo Rojas o
los casos menos significativos y menos interesantes de un Sábato, un Favaloro,
por dar nombres que siempre aparecen convocados para hablar de cualquier tema
en la medida que algunos los consideran como depositarios de esa verdad
general.
Creo que hay una manera más colectiva
de entender los grandes temas, son los
movimientos sociales los que cumplen esa función y no los intelectuales.
En ésta forma de asumir lo social el
intelectual tiene dos formas de incorporarse. Una, no olvidando que el
intelectual es un ciudadano, y por lo tanto tiene los deberes y los derechos
que tiene todo ciudadano de inmiscuirse en los problemas públicos. Eso ya es
una forma de participación que la segmentamos como participación de los
intelectuales, pero tiene que ver con la necesidad de participación de toda la
sociedad, y otra es la forma de su participación, también como ciudadano, pero
más especifica. En este caso veo dos vías, una es trabajar desde su conocimiento
técnico para formular grandes líneas de política. Un testimonio interesante de
esto es lo que sucedió en su momento con
la preparación del programa y de la plataforma de la Alianza. Allí hubo una
movilización grande de intelectuales que aportaron desde su profesionalidad
específica, problemáticas y propuestas para un gran programa, para una gran
plataforma política. La otra forma de participación de los intelectuales es
insistir en esta función que han venido cumpliendo desde los años 80 en
adelante, en un marco que necesita de pluralismo y de libertad de expresión,
que es la de traer los grandes temas, operar sobre los discursos de los
políticos incorporando los grandes temas de discusión de 1a sociedad
contemporánea.
Creo que ese es un papel bastante significativo
para la modernización de la política que los intelectuales pueden llevar
adelante incluso sin estar militando directamente en política, sino simplemente
teniendo un oído alerta a las grandes problemáticas y a las grandes discusiones
que se dan en el mundo.
¿Hay acaso una modificación del campo intelectual que es propia de la democracia?
En primer lugar, los que vienen ahora,
tienen la ventaja, que no hemos tenido nosotros, de incorporarse a un campo
intelectual donde las reglas del pluralismo y de la libertad ideo1ógicas están
asentadas, y que van a durar, es decir que pueden instalarse como actores
significativos dentro del espacio social, porque existe la posibilidad del
debate, de la argumentación, cosa que estaba totalmente bloqueada por el
autoritarismo. Eso abre un campo muy grande que a veces los jóvenes lo ven como
una cosa natural y no lo es. El derecho a tener voz fue algo que hubo que
pelear mucho, así que hay una ventaja
grande.
La desventaja, quizás, pero desventaja
en la línea de lo que estamos planteando como una participación más activa del
intelectual en el espacio social, es que los saberes tienden cada vez más a
parcializarse y segmentarse y, por lo tanto, lo que aparece es una
multiplicidad de esferas específicas en donde la tarea intelectual puede
desarrollarse, y esto hace más difícil visiones de conjunto, más universales.
Esa multiplicidad que se da en el
conocimiento puede dar lugar de hecho a una tecnificación del trabajo
intelectual, a una particularización excesiva del trabajo intelectual que haga
perder un poco su sentido original.
Si la pregunta apunta más hacia el
papel de las universidades en la formación de un campo intelectual yo diría
que, con todo lo mal que está la universidad en este momento, está mucho mejor que
en los últimos 35 años. En Argentina hubo un período muy breve de expansión de
la universidad, no mayor que 10 años, del 56 al 66, y luego una noche negra.
Desde el 83 la universidad empieza a
recuperar esa capacidad de socialización de la gente, por un lado y por el otro
de producción de conocimiento, y en ese sentido funciona con mucha fuerza como
un crisol importante de discusión. Creo que todavía habría que profundizarlo un
poco más, quitándole a la discusión lo que tiene de exterior, esto es, lo que
aparece como simple lucha de pequeñas capillas o sectas que pelean las unas
contra las otras y que opacan la posibilidad de discusiones más profundas. Pero
de todas maneras creo que la universidad está jugando un papel más importante que
el que jugó en otras épocas, incluso con todas las limitaciones y necesidades
de reformas que tiene en este momento.
Usted mencionaba recién que resulta imposible imaginar un Sarmiento
presidente en la actualidad. ¿Qué cambió? ¿O qué cambió más? ¿El país o los
intelectuales?
Históricamente la figura del
intelectual en Argentina, con respecto a intelectuales de los otros países de
América Latina siempre fue más cosmopolita, siempre estuvo más masivamente
atraída por lo que aparezca como lo último, lo nuevo, sobre todo en Europa y
los Estados Unidos. Esto generó una intelectualidad menos nacionalista que la
intelectualidad de los otros países de
América Latina.
El nacionalismo se replegó, primero, en
las formas más bárbaras del tradicionalismo con fuerza en el nacionalismo
católico de los años 30. Luego, recaló, no tanto en el gobierno o la figura de
Perón, como en esa especie de reinvención del Peronismo, con representantes como
Jauretche y Hernández Arregui que derivó
del viejo nacionalismo una actitud anti intelectual y cierto populismo
demagógico en la construcción de sus categorías. Salvo esas expresiones, en
general, la intelectualidad argentina en relación a otras, estuvo más ligada a
la novedad.
Esto puede ser visto como un defecto o
como un mérito, pero creo que es un
rasgo, un rasgo que en otros países de América Latina es apreciado, apreciado
no en el sentido de lo bien visto, sino que es señalado como algo que
efectivamente caracteriza a la intelectualidad argentina.
Es decir, Chile puede producir a
Neruda, Perú puede producir a Vallejos, pero un tipo como Borges solamente
puede haber surgido en un país como la Argentina. No me imagino a un Borges
mexicano, tienen otros intelectuales extraordinarios, sin duda, no se trata de
establecer un ranking intelectual, pero sí hay un tipo de intelectual que es
característico de nuestro país.
Usted forma parte, indudablemente, del campo intelectual Argentino, que
críticas cree que le cabrían a ese espacio social delimitado por la acción de
los intelectuales
El campo intelectual argentino tiene
varios defectos, es un campo que está muy minado por recelos, envidias,
querellas, que tienen que ver, especialmente, con recursos escasos para
repartir entre una capa intelectual que es bastante numerosa.
Por otro lado, lo que me parece un
síntoma negativo bastante característico de los últimos tiempos, es la poca
capacidad que existe para generar debates interesantes.
Por lo general, si uno observa lo que
se publica termina por pensar en que o bien no hay debate o, cuándo lo hay, responde
más a discusiones de tono personal que a un debate de ideas, parecen más peleas
de conventillo.
Creo que le falta enormemente al clima
intelectual argentino un vigor polémico interesante que no tiene. Antes existía
éste vigor polémico, existía un espacio fuerte de debate intelectual, ahora me
parece que no.
Entonces, ¿sobre qué bases se sustenta la posibilidad de hablar de un
campo intelectual?
Tomando un poco las observaciones de
Bourdieu sobre el campo, diría que
existe un campo intelectual en la medida que hay relaciones de fuerza en ese
interior, pero que las peleas son más por el capital material que por el
capital simbólico. Las peleas tienen más que ver con ese recurso escaso que con
el entrecruzamiento de ideas y que por eso está sobreactuado en discusiones muy
personalizadas, en agravios personales y en brulotes que uno escribe contra
otro acusándolo o bien de reformista, o bien de revolucionario o montonero. En
fin, ese tipo de argumentos ad hominen, son los que más circulan hoy en la discusión
y eso le quita interés al debate.
¿Qué sueños perduran en un intelectual en la Argentina?
Salvo en aquellos que han decidido
cambiar su independencia de criterio por un plato de lentejas, es decir, que se
han acomodado al sistema y de lo único
que tratan es de aprovechar los beneficios que éste puede darles a ellos
personalmente, creo que los valores están vigentes. Creo que la idea de que es
necesario luchar por una sociedad más justa, más libre, la mayoría la sigue
teniendo.
Lo que está claro es que, salvo que se
crea que se está a salvo del paso del tiempo, aún cuando los principios estén
vigentes, es necesario acordar en que no así los instrumentos.
Entre otras cosas, en el mundo desde
los 60 hasta ahora han sucedido una serie de cataclismos que obligan a que
pensar de la misma manera se vuelva conservador. Se termina jugando un papel
absolutamente conservador adornado con un discurso apocalíptico pero que en el
fondo es conservador porque no influye ni cambia ni modifica un milímetro
de la realidad.
¿Podemos ser optimistas al pensar en el futuro tanto del país como del
campo intelectual?
Yo creo que sí, se puede pensar en que
las cosas van mejorando, pero alertas siempre en que hay necesidad de producir
más cambios y reformas de las que están a la mano. Las cosas ahora están más
complicadas y las instituciones y, especialmente, las instituciones
intelectuales, si no se ponen a tiro de la complejización de las cosas y del
rápido desenvolvimiento de las cosas, en muy poco tiempo quedarán obsoletas y
fuera de juego.
Creo que hay una tarea hacia adentro
del campo intelectual, de reforma, más allá de las reformas que hay que hacer
en la misma sociedad.
Esos cambios son muy significativos y
pongo a la Universidad en primer lugar en éste sentido.
La Universidad tiene que someterse a un
proceso de autocrítica muy profundo sobre cómo se está trabajando, sobre cómo
se está vinculando con el mundo real, cómo se están procesando los cambios que
se presentan en la producción y distribución del conocimiento.
Esto implica desde reformas
curriculares, reformas organizativas, formas de descentralización, en fin, una
serie de temas sobre los que se va a tener que pensar, pero sobre todo actuar
porque si no ,la institución universitaria, quedará fuera de foco y esto, por
supuesto, influirá sobre el campo intelectual.
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