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Hombrecito con hacha y otras situaciones breves - Liliana Porter - (Detalle) Este artículo se publicó originalmente en el Suplemento Enfoques del diario La Nación el 20 de abril de 2014 |
La idea de la memoria, asociada con la verdad,
la justicia y los derechos humanos, se ha convertido en un aspecto relevante
desde el punto de vista político, sin distinguir entre partidos, organizaciones
y formadores de opinión.
La memoria, convertida en un hecho moral, se ha
instalado en el discurso político argentino y ha reclamado visibilidad
argumentativa y actitudes hipotéticamente coherentes. El memorismo, casi una moda intelectual, lo ha simplificado todo
y terminó reduciendo un tema complejo a un conjunto de consignas más o menos
vacías. El resultado de esa simplificación es que la memoria de la que habla la
política argentina es la memoria colectiva.
Para devolverle densidad al tema, la primera
operación intelectual que es necesario hacer es la de separar la memoria
personal de la memoria colectiva. La primera de ellas es inevitable y la
segunda es imposible.
La memoria individual es ineludible y creativa.
Nadie puede optar por no recordar y, por lo general, de un mismo momento se
tienen en cada visión particular, versiones distintas. Existe una brumosa sensación
acerca de un episodio y luego la imaginación completa el cuadro entremezclando
certezas y fantasías de modo azaroso y sin buscar más que una verosimilitud
precaria y, fundamentalmente, útil para el momento de la conversación. La
memoria individual está hecha de experiencias y, por lo tanto, es
intransferible. Se puede ejercer la empatía, pero no se puede vivir lo mismo
que otra persona.
Da igual que se trate de una escena feliz o de un momento
dramático, no podemos transferir la experiencia y es por eso que la memoria
personal es un proceso de individuación potente en la construcción de la subjetividad.
Por los mismos motivos, pero entendidos de modo
inverso, la memoria colectiva es imposible, ontológicamente, por carecer de
sujeto portador. No es posible armar con
la suma de memorias individuales un esquema colectivo. Siempre, irremediablemente,
se estará bajo la construcción de un grupo que politiza la memoria para convertirla en un
ejercicio de poder. Sin importar quién lo lleve adelante, este proceso se trata
de un intento por controlar políticamente lo que es deseable pensar sobre la
historia y sobre el pasado, pero también sobre el presente y el futuro.
El historiador alemán Reinhard Koselleck llamó
a esto la administración del recuerdo. Un grupo, obstinándose en llevar
adelante lo que es imposible, determina el modo de mirar los hechos del pasado
e impone al resto de la sociedad sus cánones éticos, sus principios políticos y
sus estándares enunciativos. De asumir esa opción, el agente administrador se compromete con un esquema
paternalista, autoritario y escasamente democrático. En los pocos casos en los
que este actor comprometido con una versión totalizante de la interpretación
histórica no existe, las metáforas de creación se imponen a las de venganza y
justicia.
Se ha escrito mucho sobre el uso político de la
memoria por parte del kirchnerismo y sobre el abuso narrativo que supone esa fugitiva
entelequia llamada vulgarmente el relato.
Menos se ha escrito sobre las tentaciones que aparecen ahora que el gobierno parece
tocar la retirada, para hacer lo mismo pero en una dirección aparentemente
distinta. Bajo la forma de arrepentimientos, declaraciones y manifiestos está
comenzando a gestarse, de modo incipiente pero con potencia simbólica, una
suerte de necesidad de contar la otra
historia, la que se opone al relato oficial populista, la que cuenta la verdadera naturaleza de lo que sucedió. Ambos
grupos, los defensores del relato y sus contestadores, omiten una dificultad
filosófica e histórica. Vincular la verdad con el desarrollo de hechos
concretos de la historia no es deseable por sus consecuencias políticas, pero
además, no es posible.
Tanto la verdad como la memoria son cosas vivas y las
interpretaciones de los sujetos y de los grupos cambian con el tiempo y se
relacionan con los intereses, lo que convierte a las narrativas de la historia en
un escrito cambiante y plural.
Jugar con las mismas
reglas
No aceptar esta condición de la memoria y
querer presentar públicamente una versión verdadera
frente a una falsa termina en una
paradoja en la que todos se parecen más de lo que están dispuestos a admitir. La
pretensión de verdad es análoga en un caso y otro y la falta de consideración
sobre el resto de la sociedad es igual en los continuadores del relato y en sus
contestadores. En lugar de poner la atención en la innecesaria sobrevida de una
memoria colectiva, los opositores al populismo juegan el juego con las mismas
reglas e idénticos objetivos. Es difícil encontrarle algún rédito a suplantar a
una versión por otra para terminar atrapado en la misma telaraña de
legitimaciones políticas.
En sociedades donde se han vivido situaciones
de violencia política, la búsqueda moralista de una verdad ordenadora aparece
bajo la forma de un exorcismo que es capaz de alejar las consecuencias de la
maldad. Pero esta reducción ofrece más sombras que luces. En el sentido de la
moralidad, sólo se puede tener razón. Nadie discutiría que matar, torturar y
robar son cosas malas y reprobables, pero eso no nos hace avanzar ni un solo
centímetro. Retomando a Koselleck, el juicio moral siempre tiene razón, pero es
políticamente inútil.
Muy posiblemente las escasas diferencias y la
falta de matices que se advierten en la Argentina en el tratamiento de este
tema encuentren su explicación en dos marcas indelebles en la matriz política
argentina: su inclinación al colectivismo y su antiliberalismo. Por desolador
que resulte, hay que decir que el tema de la memoria y sus sucedáneos es
tratado de un modo muy poco diferenciado entre los políticos profesionales y el
mundo de las ideas. Hay excepciones personales, pero no alcanzan para torcer la
tendencia simplificadora.
La memoria colectiva funda a la nostalgia como
categoría política y nos ancla en el pasado. Una manera de abrir paso a
metáforas creativas es tomar el camino liberal y dejar a cada uno de nosotros
trabajar individualmente sobre nuestra experiencia con el pasado. Ampliar la
conversación democrática y desplegar mundos de vida imaginativos puede comenzar
por la deliberada renuncia a repolitizar la memoria para no restarle
posibilidades al futuro.
1 comentario:
Me tranquiliza que los liberales renuncien a la pretensión de reemplazar una “verdad populista” por otra “verdad”.
Por otro lado, los populistas hace rato que superamos ese debate (“verdad” vs “verdades”)
La dejo a la queridísima Chantal Mouffe describirlo mejor que yo
“El discurso de la democracia radicalizada ya no es más el discurso de lo universal; se ha borrado el lugar epistemológico desde el cual hablaban las clases y sujetos «universales», y ha sido sustituido por una polifonía de voces, cada una de las cuales construye su propia e irreductible identidad discursiva. Este punto es decisivo: no hay democracia radicalizada y plural sin renuncia al discurso de lo universal y al supuesto implícito en el mismo -la existencia de un punto privilegiado de acceso a «la verdad», que sería asequible tan sólo a un número limitado de sujetos”.
Un abrazo nacional-pragmatista
FelipeMartel
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