Recuerdo que algo no me gustó cuando leí “El canon occidental” de Harold Bloom. Aprendí de Octavio Paz que la clasificación no nos acerca a la compresión y que clasificar no es entender. En el mismo camino explico mi escasa vocación sociológica, una disciplina claramente afecta a las clasificaciones. En todo caso, prefiero las más imaginativas, las menos rígidas, las de William James en las Variedades de la experiencia religiosa o los de Borges en El idioma analítico de John Wilkins.
Y ahora el bueno de Bloom, al que no voy a ser tan vulgar como para negarle talento y sabiduría, la emprende contra el ensayo, género literario donde me imagino situado, allí donde me encuentren mis mejores días. En Ensayistas y Profetas, el canon del ensayo, Bloom, que no en vano es quién es, empieza por la Biblia, por el cantar de los cantares como texto sagrado entre los sagrados. Y no me importa a cuál ensayista dejó afuera, o si esas omisiones pueden ser olvidadas por haber inscripto al enorme William Hazlitt, (sólo porque presumo de ser uno de sus pocos lectores) o porque obviamente no desalojó del palco ni a Carlyle, ni a Pascal ni a Montagne. Lo que me interesa es preguntarme sobre la necesidad de generar el canon. Hace falta, en tiempos en donde la vida cultura se apoltrona y se deshace en simplificaciones, sugerir que la acreditación de sabiduría tiene una traza privilegiada y un modo legítimo. ¿Es necesario, acaso, aportar más a la potencia institucionalizada de la autorización permanente que supone advertir a los lectores severamente acerca de un camino de lectura que nos convertirá en sujetos cultos? Si estas listas son siempre innecesarias, en los lectores y escritores de ensayos, especie ya de por sí bastante menguada por el paso del tiempo, se me aparecen como más brutales, menos amables. Alguien puede decirme que esa no es la intención, y lo acepto desde este mismo instante, pero la pretensión de hacer una lista como esta por alguien como Bloom es la pretensión de decirle al resto qué debe leer. Por suerte hay maestros que aún sugieren, que muestran la belleza sin esperar nada a cambio.
3 comentarios:
Sí, nada más lindo que las enumeraciones caóticas como la clasificación de los animales del emperador y nada más tremendo que las listas exhaustivas de lo que hay que saber o lo que hay que leer, porque para el que las tomara seriamente, aún en el caso de poder abarcarlas por entero, el resultado sería decepcionante. Y sino que me regalen "1001 verdades que hay que saber antes de morir"
No puede evitar buscarla, porque es genial y hermosa: "En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (1) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas."
Además, leer esto, no saca las ganas de intentar cualquier tipo de grandilocuencia clasificatoria?
Es una genialidad, no es mucho más lo que puede hacerse. De todos modos siempre hay que ser precavido, porque con el talento borgeano cualquier cosa se hace luz, pero no siempre es así. Después aparecen las metáforas Arjoneanas o las rimas Calamarienses
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