En su muy buena columna de los domingos en el suplemento cultural del diario Perfil, Damián Tabarovsky escribió una nota a la que tituló “Política subterránea”. Escribe, con cierto velo humorístico, una simulada fascinación por la figura del jefe de gabinete del Gobierno porteño Rodriguez Larreta y por las políticas del PRO. Luego, en un giro sólo probable por medio de la literatura, relaciona al inefable Larreta con la figura de Jurgen Habermas. Tras un diálogo ficcional entre posiciones hipotéticamente progresistas y las posiciones del PRO, el “personaje” Tabarovsky refuerza su vocación de votar a PRO pese a supuestas evidencias en contrario. La nota termina del siguiente modo, “... Por entonces el progresismo, siempre tras Habermas, imaginaba a la opinión pública como un espacio crítico, que mediara entre el Estado y el mercado. Pero ya hace mucho que el progresismo se llamó a silencio sobre este asunto (y sobre los demás, también). Quizás desde que percibió que la utopía de la comunicación pública democrática lleva un nombre: Tinelli. Pero por suerte, ahora están los Rodríguez Larreta y las Michetti para reparar esa situación, y devolverle a la palabra pública su dimensión crítica. Macrismo: etapa superior del progresismo.”
Más allá de su ración cínica, algo de lo escrito me encuentra en un lugar en el que no puedo acompañar los argumentos, pero en el que no me resulta trabajoso comprenderlos. No comparto ni el cinismo político del autor ni que Larreta o Michetti estén en condiciones de reparar nada. Menos aún, supongo que el Macrismo sea la etapa superior del progresismo. Pero, la verdad, es que tampoco me parece tan descabellado. ¿Cuáles pueden ser las razones para que alguien por el que uno siente respeto intelectual analice las cosas de este modo? Está claro que las experiencias llamadas progresistas se encargaron de convertirse en el ejemplo ideal del conservadurismo y que la mayoría de las veces coronan con rotundos fracasos sus grandilocuentes y siempre políticamente correctas caracterizaciones. Está claro también que la presencia de PRO en la Ciudad de Buenos Aires es el resultado de diez años de un gobierno “progre” que, con bonhomía, puede calificarse de decepcionante.
Pero no es eso lo que me parece interesante del planteo de Tabarovsky. Lo que hace aparecer el artículo es la percepción propia, biográfica y política sobre el progresismo y sus continuidades. El recuerdo es lo suficientemente nítido, corría el año 1999 y nos encontrábamos para discutir textos de Dalema, de Gonzalez, del Olivo y de los partidos socialdemócratas europeos. Pensábamos que un día tendríamos la responsabilidad de gobernar y queríamos hacerlo parecido a eso que leíamos. Veíamos en estas ideas un interesante mezcla de nuestra ambición igualitaria y nuestra cultura democrática, un poco informe todavía, es cierto, pero vigorosamente democrática.
No logro darme cuenta dónde anidaba el componente que terminó haciendo que quienes trabajábamos juntos ahora lo hagamos separado. Se alojaba en muchos, evidentemente, un temperamento que no alcancé a percibir en su momento pero que fue lo suficientemente potente como para generar de una experiencia menor como el Kirchnerismo, un hito emancipador y fundamental. El pasaje de Habermas al actual Laclau, el recuerdo de las discusiones entre Massimo D´alema y Felipe Gonzalez y su correlato en recuperaciones Jauretchianas explican en parte que Tabarovsky pueda ver en el macrismo la continuación del progresismo. La historia, espera del relámpago del paso de Dios, nos enseñó algunas cosas y la Alianza nos llenó de vergüenza. A unos porque pretendimos ignorar que no puede haber esfuerzo reformista con liderazgos conservadores, a otros porque vieron progresismo donde no lo había y porque llegaron demasiado rápido. Pero esa experiencia fracasó más por su inexistencia que por su presencia, se terminó dejando muertos porque nunca estuvo realmente viva.
La vergüenza y el silencio son compañeros entrañables, se usan uno al otro para que el tiempo pase y limpie los dolores. No estoy seguro que los caminos que tomamos para superar esa vergüenza hayan sido los correctos. Me parece que pecamos por exageración y por distinción. No necesitamos, generacionalmente, pagar hasta la eternidad el hecho desentronizar falsos dioses y tampoco necesitamos generar mitos donde no corresponde. Sólo deberíamos hacer el esfuerzo por volver a hablar. Hubo un día, no sé cuál, en el que decidimos que no teníamos que hablar más de progresismo. El mismo día decidimos no hablarnos más de la combinación virtuosa entre lo mejor del liberalismo y lo mejor del socialismo democrático como habíamos aprendido del viejo y sabio Bobbio. Nos refugiamos en un discurso ajeno, aterradoramente extraño que nos separó hasta lo imposible. Lo imposible es no poder hablar. Lo imposible es no poder encontrar las palabras que nos ayuden a actuar de manera reformista. La peor manifestación de esta imposibilidad es pensar que debemos expiar al infinito una culpa. Otro modo de condena es el de pensar que no hay diferencias entre débiles y poderosos. A lo que considero, con modestia, un error de Tabarovsky, le va muy bien aquella frase de Camus, "Está la belleza y están los humillados. Por difícil que sea la empresa quisiera no ser nunca infiel ni a los segundos ni a la primera."
3 comentarios:
Gabriel, me parece importa enfatizar la idea de poder hablar. Mi percepción es que una de las características menos prometedoras del momento que vivimos es que, a pesar de todo lo que se dice del retorno del debate político, no hay espacio para hablar críticamente. La discusión política se ha convertido en una guerra de consignas, donde nada de lo que se dice tiene sentido más allá de estar de un lado o del otro.
Jopa
"La discusión política se ha convertido en una guerra de consignas, donde nada de lo que se dice tiene sentido más allá de estar de un lado o del otro."
Que loco como se pueden ver tan distintas las cosas.
Yo creo por el contrario que la repolitizacion de la sociedad esta devolviendo el sentido.
Ni siquiera aquellos que adverso caen en el sinsentido.
Tiene sentido (y mucho) la mismisima indignacion de los antik por la "crispacion" o la "confrontacion" .
Esa indignacion esconde toda una concepcion de como debe procesarse la conflictividad social y cuales son los limites en la disputa con los poderes facticos.
Las palabras vuelven, se resignifican y su sentido entro en una apasionante disputa.
Las palabras estan resucitando tras su larga noche neoliberal.
Las palabras peronismo, conservadurismo, progresismo, liberalismo, centro derecha estan revviendo.
En los 90 uno podia adquirir las franquicias de las palbras ...
* peronismo con tan solo cantar la marchita y tocar el bombo
* progresista o no conservador por el simple hecho no ir a misa los domingos o haber ido a recitales de Charly durante la primavera alfonsinista
* centroizquierda con solo sentir repugnancia por la pitza con champagne.
A Dios gracias ( y a Maria Santisima) esto ya no es asi
Felipe,
Efectivamente, es loco.
Voy a explicarme un poco más, así nos entendemos. No vaya a ser que caiga en lo mismo que suelo criticarle a los kirchneristas.
Yo no veo hoy más discusión que en los noventa, ni veo que las palabras tengan más sentido. Es cierto, como bien señalás, que se han reactivado algunas identidades políticas que antes se habían perdido, o que habían quedado relegadas a rituales vacíos. En ese sentido, hay un mayor entusiasmo por la movilización política que en los 90.
Lo que pasa es que para mí, la movilización y el entusiasmo político no implican de por sí mayor ni mejor debate. Yo pienso que para eso hace falta tomarse en serio las opiniones diferentes, aceptar su legitimidad, y buscar ser más convincente que ellas. Cuando las opiniones contrarias quedan sistemáticamente deslegitimadas porque quienes las sostienen son personas reprobables, ya sea por su pasado o por sus intereses, o porque son cómplices o funcionales a intereses reprobables, más que debate hay una suerte de contienda moral. Yo no veo que en el país haya un debate serio sobre lo que se está haciendo y por qué se lo está haciendo, no veo que se elaboren argumentos convincentes a favor y en contra de las medidas políticas que se toman. Veo que se legitima la propia posición a través de un cierto virtuosismo moral (por ejemplo, tengo razón porque están conmigo las Abuelas de Plaza de Mayo), y se descalifica a la crítica por su inmoralidad (por ejemplo, porque hizo algo que puede interpretarse como complicidad con la dictadura). Y entonces, nadie se toma en serio lo que el otro dice, porque lo que importa es descalificar al que lo dice. En definitiva, eso quiero decir con que las palabras no tienen otro sentido que ubicar a quien las dice de un lado o del otro.
Publicar un comentario