Akira Kurosawa, en 1950,
filmó una película que dio pie a discusiones epistemológicas. En Rashomon, el genial
artista japonés presentó un crimen y sus interpretaciones como un ejercicio de hermenéutica
humanística que logró adeptos y detractores. Dentro de las discusiones de
claustro en Argentina había quienes acusaban a otros de “amigos de Rashomon”,
intentando caracterizar a relativistas y pensadores plurales.
Afortunadamente, salvo
algún fanático perdido y solitario, ya nadie se permite discutir sobre un hecho
seguro, las cosas pueden verse de diferente modo. Sucede lo propio con lo
político. Hay quienes optan por hacerlo desde posiciones esencialistas, cargadas
de certezas y verosimilitudes, algunos otros desde posiciones estructuralistas
o cercanas al institucionalismo más o menos sofisticado.
Para quienes pensamos en que lo político es, en definitiva, un aspecto del relacionamiento cultural entre las personas encontramos en el pragmatismo y en los trabajos de Richard Rorty un texto insustituible. Su obra, o más bien los itinerarios sugeridos dentro de ella, proponen una lectura muy atenta a los cambios que se perciben en las formas de la subjetividad y a la potencia política que estos cambios habilitan. Uno de los aspectos más interesantes de la lectura de Rorty es que propone una manera estimulante de relacionarse con la lectura, con los libros y con el conocimiento. La sugerencia rortyana es la de usar los textos para pensar y no para recitar. Fuera del canon y del dogma, lo escrito habilita un mundo de experimentación que es centro en el pragmatismo y que comienza con el abandono de cualquier pretensión totalizante.
Desde siempre he pensado
en Rorty como el mejor escritor filosófico del siglo XX. No es mi interés en
este caso desplegar un comentario sobre “el programa” rortyano y sobre la
búsqueda de hacer conversar la tradición americana con el continentalismo
europeo. Prefiero, tanto en lo epistémico como en lo político, pensar al
pragmatismo como una actitud más que cómo una forma filosófica concreta o un
método determinado. Estoy convencido que hacer esto puede colaborar en encontrar
otra voz, otra cadencia, para decir de la política cosas nuevas.
Pensar al pragmatismo como actitud presenta tres rasgos
predominantes. En primer lugar, el rechazo a las explicaciones cartesianas, en
el segundo una posición antirepresentacionalista y, por último, un acceso
crítico frente al esencialismo.
El anticartesianismo,
definido en principio como una discusión frente a los dualismos simplificadores
de raíz aristotélica, puede ser utilizado luego para recuperar la idea de
naturaleza [equivocadamente contrapuesta a la idea de razón] y dotar al
dialecto que usamos al hablar de política de una tonalidad particular. La
supremacía moderna de “lo cultural” ha opacado hasta casi hacer desaparecer los
elementos naturalistas que conviven con nuestra lógica de la experiencia. Este
dialecto, en suma un léxico nuevo, permite habilitar nuevas preguntas que
pueden promover nuevas respuestas, intentos de hablar de lo político sin decir
siempre lo mismo.
El antirepresentalismo
viene a discutir la noción de verdad. Sabemos con William James que la verdad
se establece como una relación, como una verdadera función de enlace entre una
experiencia pasada y otra experiencia futura. La verdad, en el Pragmatismo, no
explica el pasado sino que anuncia lo que será, se propone, nos dice Bergson,
romper la tendencia natural de la filosofía por querer que la verdad mire hacia
atrás. Es cierto que bajo esta versión de la verdad todo se vuelve más precario
y más inestable, pero no es menos cierto que abre posibilidades de
experimentación. Acercarse a este concepto Jamesiano de la verdad le reclamó a
Rorty desarrollar el concepto de contingencia en su versión más radical,
probablemente el más disruptivo, el más inquietante [políticamente] de toda su
obra.
El antiesencialismo presenta
la posibilidad del pluralismo. Desde el punto de vista ético y político permite
escapar de la trampa de una metafísica del dolor y enseña a pensar en la supremacía de la
democracia sobre la filosofía. El antiesencialismo de Rorty podría ser
entendido como la sugerencia de la interpretación en todas sus formas. Al no
existir una “condición humana”, “de clase”, o “nacional”, lo que queda es reinterpretar
todo el tiempo nuestro valor en la historia y nuestra experiencia en la
política. Hay un paso más que aparece aquí casi como ineludible, el
reconocimiento de la dimensión liberal de la democracia. Según la concepción de
Judith Sklar, el liberalismo exhibe una forma política ocupada en disminuir los
quantum de crueldad que los poderosos arrojan sobre los débiles.
El pragmatismo como
actitud debe, entonces, empezar por el reconocimiento radical de la
contingencia como contraparte filosófica y práctica de lo que se entiende como
el sentido histórico. Esto se encuentra
sostenido sobre dos pilares. Por un lado la idea de Hans George Gadamer según
la cual siempre valdrá la pena contemplar la posibilidad de que el otro pueda
tener razón y por el otro la necesidad de estar en condiciones de asumir la
radicalidad de nuestra propia contingencia. Al decir del propio Rorty, la
contingencia del yo aceptando la precariedad de nuestras posiciones
filosóficas.
La actitud pragmática se continúa
al construir una relación no esencialista con la verdad, entendiendo la
condición dinámica, fluida, del yo frente a concepciones estáticas que impactan
en las perspectivas acerca de la verdad.
Y termina, el pragmatismo
como actitud, con un fuerte compromiso liberal con la democracia. Liberal en el
sentido antes desarrollado de Rorty y liberal en el sentido británico, de
libertad política, tan bien trabajado en “La democracia providencial” por
Dominique Schnapper. La actitud
pragmatista tiene, además, un costado religioso. No en camino de “tener una
religión” del modo clásico, litúrgico, sino más bien en el registro propuesto
por Dewey, en relación con el “sentido religioso” Poseer este temperamento
religioso supone tener una lealtad incondicional a un ideal surgido de la
emoción. Así tratado, el sentido religioso puede expresarse en el arte, en las
ciencias, en la política, en lo que pensamos de nuestros países y en la
relación que tejemos frente el sufrimiento ajeno.
Hace falta una última
consideración práctica sobre la idea de actitud pragmatista. Esta requiere
ineludiblemente de una relación experiencial en franco contacto con la reforma
social y supone un compromiso con la formulación de novedades institucionales
(en su más amplio sentido) que permitan pensar en la ampliación de la vida democrática.
Los puntos de contacto de lo que intenté describir como
actitud pragmática con la sabida y compartida crítica [posmoderna] sobre la
aplicación de los metarelatos y sobre las narraciones de la totalidad, no
llegan a hacernos perder de vista que una sociedad, su organización social y
política y sus encuadres simbólicos, se objetivan, se materializan bajo la
forma de una narración que es distinta a la Historia, distinta a la Sociología
y distinta a la Filosofía. Y es aquí donde intentaré utilizar al pragmatismo
como una actitud para poder pensar el conflicto político en general y,
particularmente la forma que éste asume en la Argentina.
Desde donde veo las cosas existe, en la Argentina, una
relación estéril entre la narración y la memoria definiendo una suerte de
memorística de la fatalidad que tiñe el discurso político. El desarrollo de
este vínculo entre narración y memoria termina constituyendo una serie de categorías
políticas conservadoras. Nostalgia, revancha y conservadurismo podrían convivir
en el intento de explicación sobre la dificultad democrática argentina por
resolver problemas, por avanzar en acuerdos y por postular políticas de estado.
Ni desde la ciencia
política, ni desde la sociología, ni mucho menos desde la filosofía política es
conveniente opacar la capacidad constructiva del conflicto. La actitud
pragmatista propone estrechar los lazos entre ese conflicto y la emotividad que
le da vida y existencia. Una vez que no le concedemos al conservadurismo
desconocer el conflicto y que no queremos admitir un tratamiento nostálgico, se
abre una dimensión posible para ligar el conflicto con la emotividad. Los
lectores saben que no es sencillo cifrar una suerte de teoría pragmatista del
conflicto. Podemos, incluso, estar de acuerdo en que no es necesaria, pero la
verdad es que el problema subsiste y se vuelve sobre nosotros reclamando que
tomemos parte de la conversación. Intentemos trabajar este punto manteniendo la
actitud pragmática. Lo haré recuperando la discusión alrededor de los antagonismos
que mantuvo Dewey con Jane Addams una noche en la Hull House, ese magnífica
espacio de intervención pública que Addams creó en Chicago junto a Ellen Gates
Starr. En esa discusión, en apariencia abstracta, reside toda una posibilidad
de reinscribir el conflicto en un conflicto diferente.
Dewey, todavía moderno y
hegeliano a la vez, sostenía la condición, sino irreductible, al menos vigorosa,
de las diferencias de clase y de los antagonismos más o menos terminales entre
formas institucionales. Addams, anclada en su cristianismo humanista, en
cambio, creía que estos antagonismos eran irreales, que mostraban “simplemente
la inyección de actitudes y reacciones personales” demorando la comprensión del
significado de la acción y la conducta humana. El impacto de esta conversación
en la interpretación filosófica de Dewey fue intenso. Lo llevó, tras una noche
de reflexiones impetuosas con él mismo, a entender de los dichos de Addams, una
reformulación de la dialéctica según la cual la unidad ya no debería ser percibida
como la conciliación de los opuestos, sino que sería de utilidad percibir a los
opuestos como la unidad en su crecimiento. Esto tiene derivaciones prácticas
ineludiblemente pragmatistas si se entiende que los intereses que son
necesarios de guardar siempre son los intereses mutuos y no los particulares,
aún en el planteo de un conflicto, por fuerte que éste fuese. Y esto lleva a
una radicalización de la dimensión liberal de la democracia, pero a la vez, en
términos filosóficos estrictos, nos permite escapar de la referencia metafórica
de la existencia de una “arriba” y un “abajo”, tan frecuentes en el léxico
ortodoxo de la política. Una consecuencia aún más radical es la posibilidad de
explorar la negación, gracias a esta unidad de los opuestos, de la supremacía
discursiva entre reformistas y reformados, es decir, entre los sujetos
políticos que son protagonistas de un proceso de reforma.
Borges, ya había sostenido, y sin implicación política
aparente, una condición crítica similar frente a la dialéctica, valorando la
forma poética. Esta negación de la dialéctica, con las presencias doradas de
Dewey y Borges, sirven a mi propósito de pensar al conflicto. como una
consagración de la pluralidad e imaginarlo reclamar un léxico nuevo.
Colaborativa, esta nueva forma de hablar bien puede ser la de una poética
política recursiva, zigzagueante, rica y plena de extravagancias.
Una idea del conflicto en
democracia como la que presento admite una complementariedad conceptual y
política muy fuerte con el concepto de campañas desarrollado por Rorty en
“Pragmatismo y Política”. Rorty entiende las campañas como “algo finito, algo
que podemos reconocer que hemos tenido éxito o en lo que, hasta ahora hemos
fracasado” resaltando el contraste que presenta frente a la política de
“movimientos” . La política de movimientos (y Argentina se precia, casi se
vanagloria, de articular su política mediante movimientos) se caracteriza
principalmente por su desprecio al reformismo y por una política de enunciación
que reclama unanimidad y que supone a los cambios como completos y totales. Una
política de movimientos impide ver si las
cosas se han hecho bien o mal y apela con ominosa insistencia a posiciones
metafísicas, totalizantes y esencialistas.
En la política Argentina,
todo se presenta bajo una pátina cargada de lo que Kierkegaard llamó “pasión de
infinito”. Los movimientos políticos argentinos son siempre fundacionales,
siempre inaugurales, aún aquellos que nada duran o que tienen a la
intrascendencia como su único adjetivo calificativo. Aún las llamadas grandes
tragedias argentinas son descriptas como ejercicios monumentales que requieren
de categorizaciones terminales, imperialismo, clase media, nacionalismo,
peronismo, o poder militar, para citar sólo algunos.
¿Qué tiene para decir el
liberalismo de izquierda en tanto forma política del Pragmatismo filosófico?
Es vital, para la
filosofía en tanto política cultural colaborar en la presentización del otro,
cooperar en construir instituciones y debates que faciliten el reconocimiento
del ejercicio de la crueldad. Es necesario hacer emerger, en clave democrática
y en forma vigorosa el conflicto [dibujado con formas actitudinales
pragmatistas] por la igualdad en todas la amplitud que permita la experiencia
social. Para hacer esto es necesario reformular la relación existente entre lo
político, sus enunciados y fundamentos legítimos, los colectivos sociales (de
trabajadores en sentido amplísimo) y los pensadores. Hacer esto supone además,
en el caso argentino, encarar la reescritura del viejo dilema
intelectuales-trabajadores [ciudadanos] para expresarlo en una clave
absolutamente distintiva. La relación entre las formas intelectuales
(entendidas no el sentido de claustro universitario sino más bien expresando un
registro reflexivo) y los colectivos sociales, sugiero, es uno de los puntos
más fuertes que merecen ser trabajado a favor de problematizar la tensión entre
Libertad e Igualdad en la Argentina. Esta relación, tan vieja como extendida
por el mundo, ha adquirido en el escenario argentino la forma del equívoco y de
la farsa, o bien proponiéndose desde tópicos marxistas rancios e infructuosos o
bien vinculándose interesadamente en ejercicios de corte populista. Estoy
convencido que una lectura atenta, prudente e imaginativa de la literatura
Rortyana puede ayudar en recrear la posibilidad de conjunción entre pensadores,
artistas y escritores con colectivos sociales para volverla virtuosa. Esta
relación, alumbrada por la certeza en que las ideas tienen consecuencias, debe
llevarse adelante bajo una clara vocación proyectiva, en donde la cualidad
conflictivamente instituyente de pensadores y políticos esté dada por el
pluralismo democrático y la implicación emotiva con la esperanza de un país que
no es sólo tragedia y fatalidad.
Pensar desde el pragmatismo y desde el liberalismo en la
Argentina es admitir una condición marginal, un habitar en los bordes mismos de
la filosofía y de la política. Tener actitud pragmática supone colocar la
biografía personal sobre esa situación limítrofe y hacerlo con satisfacción,
gozosamente, abiertos a experimentar. Y es justo decir, con Rorty, que nada de
lo que está escrito en este ensayo puede ser tomado como otra cosa que como una
sugerencia, como un modo de llamar la atención sobre ciertos temas hablando un
lenguaje filosófico determinado. Los límites son también puertas. Quiero cerrar
citando a Milan Kundera en “El arte de la Novela”. El escritor checo dice por
allí que no es malo habitar estos límites que describo. Lo que nunca hay que
olvidar es que Dios ríe cuando nos ve pensar.
3 comentarios:
Gabriel: Un texto potentísimo y, en lo personal, muy útil.
Te cuento que conocí a Rorty en Deconstrucción y Pragmatismo, motivado por un tweet de tu autoría. Aún sin contar con todas las herramientas para abarcar plenamente el debate, la claridad y simpleza de sus intervenciones fueron un golpe de aire fresco, me dejaron con ganas de más. Espero ansioso las vacaciones para retomar su lectura.
Abrazo.
Gracias Federico, y eso que en deconstrucción y pragmatismo no está la versión más sencillita de Rorty!!!
El año próximo vamos a hacer un taller (en realidad uno mejorado y aumentado de uno que ya dicté) sobre pragmatismo y política. Espero contarte entre los participantes, un gran abrazo.
Gracias por esta reflexión iluminadora Palumbo, me ha movilizado completamente.
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